En una entrega de los Premios Goya, Antonio Banderas recordó a sus colegas que no existía una crisis del cine español, sino que lo suyo era, simplemente, una profesión de riesgo. Algo muy similar ocurre en el mundo empresarial. Dirigir una empresa implica enfrentarse a una realidad cambiante, donde la incertidumbre no es una anomalía, sino una condición inherente. Dormir bien y liderar un negocio, rara vez van de la mano.
España es un país de pymes y autónomos, las cuales son esenciales para mantener una economía diversa y resiliente, no sólo porque generan una gran cantidad de empleo, sino por ser más flexibles para adaptarse a cambios económicos rápidos. Sin embargo, en los últimos años —y con razón— se está hablando de la necesidad de conseguir empresas más grandes, pues son más productivas, pagan mejores salarios, tienen mayor propensión a la innovación (pudiendo afrontar proyectos que requieran grandes inversiones), suelen ser más resistentes a las crisis económicas y, además, en muchas ocasiones se convierten en embajadoras de la marca España en el mundo.
Ahora bien, de ser una pequeña empresa a convertirse en una gran organización, hay un camino largo y complejo, del que se habla poco. Más allá de las crecientes cargas burocráticas que les van imponiendo las administraciones españolas y europeas, uno de los mayores retos es disponer del talento adecuado para afrontar ese crecimiento de manera sostenible.
El crecimiento no solo implica más clientes, nuevos mercados o mejores resultados financieros. También conlleva desafíos importantes, y uno de los más complejos es evitar que el mismo venga acompañado de una pérdida de agilidad. ¿Cómo crecer sin perderla? Esa es la gran pregunta que deben hacerse las organizaciones que aspiran a escalar sin renunciar a su esencia.
A medida que las estructuras se hacen más complejas, las decisiones que antes se tomaban en horas pueden demorarse semanas. Los procesos, que en teoría deberían ordenar y facilitar la acción, muchas veces terminan por ralentizarla. Sin darnos cuenta, empezamos a poner más atención en cómo se hacen las cosas que en por qué las hacemos, y lo que ganamos en estructura, lo perdemos en velocidad.
El experto en gestión e innovación Gary Hamel lo expresó con contundencia: “La burocracia es más mortal que la competencia.”
Las señales de alerta son claras: equipos que se frustran porque las buenas ideas se estancan, reuniones interminables para tomar decisiones simples, una cultura que prioriza el cumplimiento de procesos por encima de la resolución de problemas, y una mentalidad que se enfoca más en evitar errores que en aprovechar oportunidades.
Obviamente, el cliente debe seguir siendo el centro de todas las decisiones. La cercanía y atención personalizada que distinguen a las pequeñas empresas no sólo debe mantenerse, sino integrarse como un valor clave en el proceso de crecimiento. La mejor estrategia para garantizar la sostenibilidad de cualquier organización es incorporar de forma real y constante la voz del cliente en la gestión diaria. Finalmente, en este camino, no podemos permitir que el miedo se instale en la cultura interna. Como bien señala Xavier Marcet: “El miedo no deja espacio a la pasión. Y sin pasión, no pasa nada.”
Uno de los retos del crecimiento está en transitarlo sin perder la esencia. No se trata solo de una cuestión de estructura, sino de identidad. Si al escalar perdemos aquello que nos hizo únicos —ese espíritu emprendedor, esa energía fundacional— estamos en problemas.
Porque a veces, el enemigo no es el mercado, ni la competencia, ni la crisis. A veces, es la propia inercia interna. La complacencia. La peligrosa comodidad del “aquí siempre se ha hecho así”. Peter Drucker ya lo advirtió: “La mayor amenaza para el éxito futuro de una organización no es la competencia externa, sino su complacencia interna.”
La agilidad no es solo una metodología, es una actitud. Una forma de pensar, decidir y actuar. Al igual que la cultura o los equipos humanos, debe cultivarse cada día. Crecer sin perderla es, quizás, el mayor reto de todos.