Siempre he pensado que la adolescencia es como una mudanza: caótica, intensa, desordenada… y con momentos en los que no sabes si estás yendo o viniendo. Una etapa compleja y preciosa a la vez. Pero lo cierto es que no es igual hoy que hace unas décadas. Y no lo digo con nostalgia, sino con curiosidad y mucho respeto.

Vi la serie Adolescente y se me removieron muchas cosas. Todos hemos pasado por ahí, algunos mejor que otros. Qué forma tan valiente, tan cruda y tan real de contar lo que pasa —y lo que no se suele contar— en esa edad que te marca para siempre. Y pensé: ¿cuánto hemos cambiado nosotros… y cuánto han cambiado ellos? Seguro que si escarbamos un poco en nuestra adolescencia, sacamos cosas que hoy nos harían llevarnos las manos a la cabeza.

La adolescencia en los 80 era otra película. Ni mejor ni peor. Simplemente otra. Más lenta, más en la calle, más romántica. Teníamos menos estímulos, pero también menos presión. Las decisiones pesaban, claro, pero nadie te miraba con lupa. Ni tus padres, ni el colegio, ni los 800 seguidores que hoy pueden opinar de tu vida en segundos. Qué locura esto de que “opinen de tu vida”…

Antes, si te peleabas con una amiga, te esperabas al recreo. Ahora, un conflicto puede estallar como una bomba por WhatsApp y acabar en Instagram en cuestión de minutos. Todo va a mil por horas. Todo se amplifica. Todo se comparte.

Entonces, la referencia era tu vecina, tu prima mayor o esa amiga de los domingos con la que te veías después de “La casa de la pradera” para ir a los bailes o simplemente hacer chorradas por el barrio. Hoy es una influencer con dos millones de seguidores que vive en otro continente y que, probablemente, tampoco es tan feliz como aparenta. Y claro, el listón de la comparación se ha disparado. ¿Cómo no van a sentirse perdidos a veces?

Hay una frase de Carl Jung (psiquiatra y psicólogo suizo) que me encanta: “Los niños son educados por lo que hace el adulto, no por lo que dice”. Y en la adolescencia eso va a misa. Porque, aunque parezca que no nos escuchan —aunque pongan los ojos en blanco o nos digan que estamos desfasados— nos miran. Nos observan. Nos imitan.

Por eso siempre he defendido que hay que mirar a nuestros hijos, pero de verdad. No solo cuando suspenden, se encierran o contestan mal. También cuando están tranquilos, cuando no dicen nada, cuando están en su cuarto con los cascos puestos y la consola. Mirarlos sin invadir. Escucharlos sin juzgar. Estar cerca sin agobiar. Y eso, que parece fácil, se entrena. Porque los adultos vamos a mil, y en un descuido, un hijo se te escapa a escenarios que no quieres ni imaginar.

En algunas charlas sobre este tema, siempre repito lo mismo: no podemos ser meros espectadores de su adolescencia. Tenemos que ser acompañantes. No conductores —no podemos conducir su vida—, pero sí copilotos. Esos que miran el mapa, que indican sin imponer, que están por si hay que frenar.

Porque si algo me ha recordado la serie Adolescente, es que los chavales están deseando que alguien les escuche de verdad. Que alguien les diga que no están locos por sentir lo que sienten. Que equivocarse es parte del camino. Que no hace falta tenerlo todo claro a los 14 años.

Y, ojo, que también hay que mirarnos a nosotros. ¿Qué esperábamos de la vida a esa edad? ¿Cuántas veces nos sentimos fuera de lugar? ¿Qué habría pasado si alguien nos hubiera preguntado simplemente: “¿Cómo estás de verdad?”, sin querer corregirnos al momento? Quizá nos habríamos ahorrado más de una caida.

Claro que los tiempos cambian. Y es lógico que los adolescentes de hoy no se parezcan a los de los 80. Pero las emociones, el miedo a no encajar, la búsqueda de identidad, el vértigo ante el futuro… eso no ha cambiado. Solo que ahora todo va a velocidad de vértigo, y bajo una lupa constante de gente que ni conocemos.

Por eso necesitamos espacios como los que propone la serie. Lugares para mirar sin prejuicios, para hablar sin prisa, para recordar que, detrás de esa rebeldía, hay un corazón que late fuerte. Muy fuerte.

Educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida”, decía Pitágoras. Y la adolescencia está llena de esas primeras veces, de esas pequeñas grandes batallas que marcan para siempre. Por eso, como padres, madres, profes, tíos, vecinos o simplemente adultos con dos dedos de frente, tenemos que ayudarles a calmar el alma sin apagarles el fuego.

Ojalá esta etapa nos pille despiertos. Atentos. Empáticos. Porque no se trata de controlar, sino de acompañar. No de juzgar, sino de comprender. Ser adolescente nunca fue fácil. Pero ahora, menos que nunca, pueden pasar por ello solos.

Y me despido pensando en mi adolescencia, esa que seguramente me marcó para siempre… como la de muchos de los que lean esto.