He leído recientemente “Tenemos que hablar”, libro de Rubén Amón del que me ha interesado en particular el capítulo titulado igual que el artículo. Para ser justo cabe en primer lugar dar las gracias a Javier Ferrer y su iniciativa de “Café de las empresas amigas del Museo” al que me invitó y que hizo que conociera libro y autor. De aquellas lluvias, estos lodos que espero que no lo sean tanto.

Coincido con Amón en la necesidad de promoción del silencio. No sólo por darle la razón al creador. Si nos hizo con una boca y dos orejas quizás sea una pista. Tampoco por dársela a Abraham Lincoln. “Es mejor permanecer callado y que te tomen por tonto, que hablar y despejar toda duda”. No habría más que añadir, señoría. No es porque quiera defender las personalidades tímidas e introvertidas en las que he militado hasta que la edad y la práctica profesional me han obligado a salir de ellas.

Es porque evidencio que el ruido es parte de las malas decisiones. Coincidiremos en que, ante una realidad turbulenta, existe una vorágine en la toma de decisiones sin pausa, sin control. Y esas decisiones no parece que nos estén llevando a solucionar los problemas que nos acucian. No sólo hablo de geopolítica, política nacional. Creo también en el impacto del ruido (la ausencia de silencio) en las decisiones empresariales o en las relaciones familiares y de amistad.

El rabino Yehuda Ribco ha abordado nuestra adicción al ruido desde una perspectiva psicológica y espiritual, explorando cómo el miedo al silencio y la dependencia de la tecnología pueden reflejar nuestras emociones más profundas y la necesidad de encontrar paz interior. Estas reflexiones sugieren que nuestra adicción al ruido puede estar relacionada con la búsqueda de confort y la evitación de la introspección. Tanto como decir que nos tenemos más miedo a nosotros mismos que al exterior.

En absoluto quiero parecer nostálgico. Pero crecí en un mundo donde en las salas de espera de los hospitales había una fotografía de una enfermera (no les digo con cofia, porque señala mi edad) con su dedo índice sellando los labios. Sabíamos que no era el lugar para hablar. Lo sigue siendo, pero ahora puedes escuchar perfectamente el video que se ha bajado cualquiera.

En las calles aledañas al hospital la señal de prohibido tocar el claxon estaba por doquier. No recuerdo la última vez que vi una señal así ni a nadie respetándola. Tampoco quiero comparar la melodía de Sound of Silence, de Simon y Garfunkel y que se utilizaba para cantar un Padre Nuestro actualizado con otras músicas actuales.

Pero los tres ejemplos sirven para identificar que se ha sacado el silencio de la cultura y de la práctica. Ni siquiera la expresión “estar más callados que en Misa” tiene hoy sentido literal. Baste con acudir a cualquier servicio religioso para ver al sacerdote esforzándose en mantener un cierto recogimiento de su asamblea.

Cuando antes hablábamos de que se había producido un “silencio incómodo” nos estábamos refiriendo a uno concreto. Ahora todos los silencios son incómodos. Y deben dejar de serlo. Y debemos recuperar espacios y tiempos de silencio.

La práctica del silencio puede tener un impacto significativo en la toma de decisiones, tanto a nivel personal como organizacional. La reflexión y el análisis de situaciones sin distracciones nos acerca a decisiones mejor informadas, más equilibradas, pues se ha dispuesto del tiempo necesario para considerar todas las opciones y consecuencias. No quiere decir que esas reflexiones no se compartan para la toma de decisiones desde la escucha activa. El filósofo José Antonio Marina ya nos ilumina cuando dice “en soledad se piensa y en grupo se razona”.

Los líderes que practican el silencio pueden desarrollar una mayor autoconciencia y empatía. Esto les ayuda a entender mejor las necesidades y preocupaciones de su equipo, fomentando un ambiente de trabajo más colaborativo y respetuoso. Porque el silencio es humilde, es apertura al aprendizaje. Lo que decimos ya lo sabemos, lo que nos van a decir es una oportunidad de aprender. Es ya muy habitual hacer referencia al Efecto Dunning-Kruger (las personas con bajo nivel de competencia piensan que saben de algo más de lo que realmente saben). Para no caer en él es recomendable no perder ninguna ocasión de callarnos.

El silencio llama a la creatividad. Las ideas innovadoras requieren un clima propicio para ello. A más de un amigo le he contado como cuando vivía en Santiago de Compostela me iba a “trabajar” a un banco de su Catedral. Y, si, eran mejores decisiones que en muchos ratos de oficina con continuas interrupciones.

El silencio nos aleja de la impulsividad y nos reduce el estrés. Facilita la calma y acompaña bien en los esfuerzos por resolver conflictos. Imposible solucionar un conflicto a base de gritos y desplantes. Así se puede ganar, pero no resolver. Nunca los decibelios cargaron las razones.

Así que déjenme recomendarles. Sírvanse una copa de “Habla de Silencio”, busquen en su playlist a “Héroes del Silencio”, lean primero Proverbios 13:3: “el que guarda su boca, guarda su vida” y acaben dedicándose un tiempo de silencio, como el libro de Luis Martín Santos.