Mi madre suele ver las etapas de las grandes vueltas ciclistas para disfrutar de los hermosos paisajes que se observan durante sus retransmisiones, sin conocer a más de cuatro o cinco ciclistas, pese a verlas casi todas. En tiempos de Indurain solía acompañarla y ella era capaz de adormilarse, leer y mirar la tele, e incluso sacarte temas de conversación trascendentales, que en el día a día de una familia numerosa eran difíciles de abordar por falta de tiempo, durante la hora u hora y media que estábamos juntos viéndola. Con la perspectiva del pasar de los años, no sé si me enganchaba más la disputa del maillot amarillo o ese rato de complicidad, hablada o en un cómodo silencio.

En un mundo donde la conexión digital parece dominar cada aspecto de nuestras vidas, las recientes celebraciones de fin de año revelan una paradoja sorprendente. Veíamos como los asistentes capturaban con sus móviles ese momento, en lugar de experimentarlos plenamente. La ausencia de abrazos, gestos naturales de conexión humana, quedaban eclipsados por la obsesión de capturar el instante en una pantalla. Supongo que estaban más preocupados de guardar un recuerdo, mostrando que han estado en un lugar o momento determinado, que de disfrutar la experiencia en sí misma.

Inmersos en una cultura de inmediatez, nos encontramos rodeados de notificaciones que interrumpen la concentración y fragmentan nuestra atención. Este constante flujo de información nos priva del arte de desconectar, de sumergirnos en el silencio y de permitir que nuestros pensamientos fluyan sin restricciones. El “¡me aburro!” de nuestros hijos, debe ser de las frases que más desespera a los padres, solía ser respondido, no hace tanto, “pues sigue aburriéndote”. Ese tiempo en el que te las ingeniabas para que tu mente, y no sólo ella, encontrase rutas de entretenimiento, ha sido sustituido por el móvil, la tele, la tableta o el ordenador. Ante la pantalla, la queja desaparece, pero también les secuestramos tiempo de creatividad e imaginación.

En el mundo de los adultos el aburrimiento es un privilegio que deberíamos mantener. En esos momentos de pausa, que se ha vuelto un lujo subestimado pero esencial, en los que la mente tiene la libertad de divagar, florece la inspiración, la reflexión y el descanso mental. Se trata de que nosotros manejemos el tiempo, para que el tiempo no nos maneje a nosotros. Dijo el dramaturgo alemán, Bertolt Brecht, aquello de "no acepten lo habitual como una cosa natural, pues en tiempos de confusión organizada, de arbitrariedad consciente, de humanidad deshumanizada, nada debe ser natural, nada debe ser imposible de cambiar".

En el delicado equilibrio entre la actividad frenética y la inactividad consciente, encontramos el espacio propicio para la introspección. Afirmaba Phil Jackson, el entrenador con más anillos en la historia de la NBA, que “al permitir que la mente se relaje, suele llegar la inspiración”. Por lo tanto, mi deseo para este año que comienza es que todos tengamos nuestros ratos de desconexión e incluso aburrimiento. Que el 2024 sea un periodo en el que cada uno de nosotros descubra la riqueza que reside en la serenidad, la pausa y el arte de simplemente existir.