Aquel Cobi de Barcelona nunca nos entusiasmó, pero era infinitamente más agradable que el invitado inesperado a las fiestas de los últimos dos años: el Covid. Se parecen sus nombres e incluso alguno podría decir que ambos son bichos… pero no hay color. El de Mariscal se hizo con un particular hueco en el corazón de quienes vivimos ese magnífico verano, mientras que el repugnante virus ha dejado corazones rotos y se ha convertido ya en un desagradable compañero de viaje, con el que llevamos caminando casi dos años.

La de 2021 es la segunda Navidad en que ‘el innombrable’ condiciona de forma directa la manera en que deberíamos estar festejando estos días. Porque uno puede ser del Málaga o del Betis; uno puede ser ‘sincebollista’ o ‘cebollista’ cuando se planta delante de una tortilla; uno puede rezar mirando a La Meca o pensando en el Cautivo, pero la Navidad es algo tan especial en todo el planeta, que une a todos en torno a una misma idea. Para el católico, días de festejo en lo espiritual; para el no católico, unas fechas que igualmente están marcadas en rojo, porque suponen, como para el primero, mucho en lo sentimental y en lo social. Esa es su fuerza. Y ahí, la clave de lo doloroso que resulta llegar un año más al día 23, sin tener claro si actuar con el corazón o con la cabeza.

La Navidad de 2020 no fue la que queríamos. Estábamos sin vacunar, la pandemia seguía avanzando y no veíamos el fin a la pesadilla y sólo un rayo de esperanza se presentaba delante de nosotros, en forma de aguja que aliviara el dolor y la estadística, pensando en un ‘normal’ año 2021. Pero no. Se nos va el año y seguimos con la misma cara entre la pena, el susto y el desasosiego porque esto no termina de remontar. ¿Soy el único que pensaba que estas Navidades sí o sí iban a ser normales, hace ahora un año? Nos hicieron pensar que esto estaba controlado, pero no. Nos hicieron creer que la vacuna sería la solución definitiva… y hemos acabado por darnos cuenta de que es nuestro arma más potente contra ‘el bicho’, pero no la definitiva para sonreír sin mascarilla y sin miedo al contagio cuando nos la quitamos.

No sé si el negativismo ha tomado a este ‘plumilla’ (no confundamos con negacionismo), pero tengo la sensación de que más de uno y más de dos confiaban allá por el inicio del pasado verano en que estas Navidades compartiríamos platos con el vecino en pleno descansillo del portal… que podríamos abrazar ‘sin piedad’ a ese familiar con el que apenas compartimos un par de noches al año… que podríamos festejarlo en un bar junto a compañeros de trabajo… que podríamos sonreír de verdad con los nuestros, sin pensar que la tía de Cuenca está débil y que nuestras relaciones sociales tal vez son incompatibles con compartir espacio cerrado con alguien así. Y, desgraciadamente, si lo hacemos lo haremos asustados de nuevo, tal vez con la tranquilidad de estar vacunados, pero con la incertidumbre que generan decenas de miles de contagios al día en un país que, de no ser por esa vacuna, estaría de nuevo confinado.

En esas está Málaga (y el resto del planeta) estos días, en los que la incidencia se ha puesto por las nubes, pareciendo copiar al precio de la luz o la gasolina. Poca broma. Poca gracia. Por cierto que, para el asunto contagios, la clase política dice buscar soluciones, al tiempo que apela a nuestra responsabilidad, ya que aseguran que hay más contagios porque la gente lleva demasiado tiempo relajada y porque la variante Omicrón no ha hecho sino poner la puntilla a un proceso de contagio masivo, superior incluso al de un sarampión convencional. Y entre tanto, un bandazo tras otro, para tratar de encontrar la solución. Ahora, con pasaporte a todas partes, ya sea para tomar un sombra, o para hacer pis en el baño del restaurante de turno. Y conste: si es para bien y eso impide que tiremos de medidas más radicales, como dejar a un negocio sin facturar obligándole a cerrar a las siete de la tarde, bienvenido sea el QR.

Menos habla nuestro Gobierno de kilovatios o de octanos. Lo de la luz y la gasolina quieren que se acabe convirtiendo en una rutina de pago más para el contribuyente, ahora que anda entretenido buscando salvar su vida. Es tal la preocupación que tenemos con la pandemia, que atracos diarios como los mencionados parecen ir camino de convertirse en un callo de esos que salen cuando la piel no aguanta más presión… para terminar por no doler y convertirse en uno más en el zapato. Por fortuna, ahora contamos con un Ministerio de Consumo, que vela por los intereses del ciudadano. De la factura de la luz o del precio que usted paga por llenar su depósito no habla Garzón, ilustre riojano (nadie en Málaga le quiere llamar paisano) a cargo de esa cartera, pero agradezcan al personaje su preocupación por todos nosotros, recomendándonos cómo catar un roscón de Reyes. Esa es la preocupación y ahí nos gastamos los cuartos. ¡Que si la nata no es buena, oiga, le están dando gato por liebre!, dice el ministro Alberto. Gracias. Gracias. Ni una madre se preocupó tanto por uno, cuando llegaba la Navidad o, como a él le gusta decir, “las fiestas”.

Está bien que se nos recomiende mirar la etiqueta en un postre o en un primero. Si es para aprender, bien. Si es para ser más sanos, bien… pero para la próxima, miremos también la etiqueta antes de elegir a nuestros gobernantes, no vaya a ser que nos den chorizo cuando queramos comprar solomillo.  

¡Feliz Navidad, con todas las letras, señor ministro! Para fiestas, las de mi pueblo. Y feliz Roscón… con nata, por supuesto.