En el debate público contemporáneo emergen discursos que, bajo la apariencia de un pragmatismo patriótico, esconden una arquitectura económica surrealista. Por ello conviene recordar algo básico: el nacional-populismo de cierta derecha no constituye una alternativa real al colectivismo carnívoro de la izquierda.

Representa su reverso especular: una forma distinta de estatismo que comparte con su antagonista la misma desconfianza hacia la libertad económica. En ese marco se ubica el programa de Vox, un nítido exponente del realismo fantástico abrazado por la derecha alternativa en el ámbito de la economía.

La formación voxita plantea una reforma fiscal que en teoría afirma ser una revolución liberadora, pero en la práctica es insostenible en términos financieros por una sencilla razón: no se autofinanciaría. Su coste superaría con creces los 45.000 millones de euros anuales. Por tanto, o bien se ve acompañada por un ajuste del gasto equivalente o generaría un déficit-deuda explosivos.

La formación voxita plantea una reforma fiscal que en teoría afirma ser una revolución liberadora, pero en la práctica es insostenible

Para superar ese escollo, Vox recurre al concepto de gasto político, ese cajón de sastre donde todo recorte parece posible. Sin embargo, este argumento ignora la realidad presupuestaria: en un Estado donde el gasto social —pensiones, sanidad y educación— ya supera el 60% del gasto público total, pretender financiar una rebaja tributaria de esas dimensiones mediante la eliminación de estructuras políticas secundarias es una quimera que no resiste un análisis riguroso.

A ese tensionamiento de las finanzas públicas se suma, paradójicamente, la propuesta voxita de construir 500.000 viviendas públicas, lo que supone un aumento significativo del gasto público. Si el Estado asumiese en solitario la edificación directa de aquellas, la inversión ascendería a unos 52.000 millones de euros; incluso bajo un esquema de colaboración público-privada, el desembolso estatal difícilmente bajaría de los 26.000 millones, agravando aún más la brecha de financiación antes mencionada.

Y, por cierto, es inconsistente con la propuesta voxita de aumentar la oferta de suelo y la liberalización-seguridad de la propiedad en los arrendamientos urbanos.

El discurso nacional-populista insiste en identificar la centralización administrativa con la eficiencia operativa. Sin embargo, la evidencia empírica del federalismo clásico —el de Estados Unidos, Suiza, Australia o Canadá— desmiente esa premisa.

El discurso nacional-populista insiste en identificar la centralización administrativa con la eficiencia operativa. Sin embargo, la evidencia empírica del federalismo clásico desmiente esa premisa

Estos modelos se traducen habitualmente en Estados más magros que los centralizados. En los sistemas federales, el gasto público medio suele oscilar entre el 36% y el 41% del PIB, mientras que en las naciones centralizadas de la OCDE este porcentaje asciende a horquillas de entre el 46% y el 52% del PIB.

Además, el proyecto centralizador elude una cuestión de orden mayor o, al menos, no desdeñable: la gestión del empleo público autonómico, que afecta a 1,9 millones de personas.

¿Qué hacer con ellas? O bien se las integra en la Administración Central, lo que no generaría ahorro neto alguno o bien se recurre a despidos masivos, lo que tendría un coste en indemnizaciones superior a los 20.000 millones de euros, además del consiguiente conflicto social.

Por otro lado, resulta reveladora la ausencia de un plan para liberalizar los mercados de bienes, servicios y el mercado de trabajo, políticas de oferta fundamentales para elevar la productividad y el potencial de crecimiento de la economía española. En el ámbito laboral, el silencio es igualmente ensordecedor: no se propone medida alguna para flexibilizar un mercado cuyas rigideces son la causa determinante del paro estructural en España.

Resulta reveladora la ausencia de un plan para liberalizar los mercados de bienes, servicios y el mercado de trabajo

Bajo el eufemismo de la soberanía nacional, la formación resucita un proteccionismo de imposible aplicación. La imposición de aranceles es una competencia exclusiva de la Unión Europea; pero incluso si fuera factible, desencadenaría represalias comerciales inmediatas.

Sectores estratégicos para la balanza comercial española, como el porcino, el aceite de oliva o los cítricos, verían cerrarse sus mercados exteriores. Un proyecto que se dice valedor del campo no puede ignorar que nuestra agricultura es netamente exportadora; asfixiar el libre comercio es sentenciar a muerte la rentabilidad de las explotaciones nacionales.

Por añadidura, esta cerrazón alimenta la paradoja migratoria: cuando los bienes no pueden cruzar las fronteras, suele ser la gente quien termina haciéndolo.

Al bloquear las exportaciones de los países en desarrollo, se elimina la única alternativa real que tienen sus ciudadanos para prosperar en origen. Resulta, por tanto, incoherente alarmarse por la inmigración mientras se sabotean los mecanismos comerciales que permiten fijar la población al territorio mediante el empleo.

La propuesta económica de Vox es un ejercicio de realismo fantástico. No es viable defender una bajada de impuestos masiva sin plantear un ajuste serio del gasto y se planifica una expansión del inmobiliario por parte del Estado; no es posible prometer una reducción del Estado mediante una centralización ineficiente; no es coherente proteger al sector primario y a la industria mientras se los expone a guerras comerciales. La verdadera soberanía nacional nace de la capacidad de competir en un mundo abierto.

El nacional-populismo no propone un modelo de futuro, pero da igual. Un buen número de españoles apuesta por la irracionalidad de la derecha testosterónica como lo ha hecho por la de la izquierda carnívora. Además, a quién le importa la economía ante la emoción patriótica de un nuevo amanecer para España.