Esta semana, la Unión Europea ha asumido algo que durante años se resistió a reconocer: el calendario de prohibición total de los motores de combustión en 2035 no es viable tal como fue planteado. No se ha derogado formalmente la norma, pero el giro político es evidente.
Alemania, Francia e Italia, es decir, el núcleo industrial de Europa, han forzado una reconsideración del ritmo y del alcance de la transición. No tanto por negacionismo climático, como por realismo económico, energético e industrial.
Porque, y esto conviene subrayarlo desde el principio, no es Bruselas la que duda, sino los países que fabrican coches. Y eso importa.
Durante años, la transición energética en el automóvil se ha formulado en términos morales: quien cuestiona el calendario es acusado de frenar el progreso o de proteger intereses obsoletos.
Sin embargo, las grandes economías industriales europeas han llegado a una conclusión muy incómoda: la transición forzada, tal como estaba diseñada, no es sostenible.
El coche eléctrico no es aún una alternativa madura y universal.
Es más caro, depende de cadenas de suministro externas (baterías, tierras raras, componentes clave) y reduce el empleo en la cadena de valor tradicional sin garantizar que el nuevo valor añadido se quede en Europa.
Prohibir el coche movido con energía tradicional antes de garantizar la sustitución no es transición, es demolición.
Alemania, Francia e Italia no han decidido frenar por capricho. Lo hacen porque han constatado que el coste industrial de mantener el calendario supera ya los beneficios climáticos inmediatos.
Pero también porque han entendido algo esencial, que la transición no puede hacerse contra la industria que debe sostenerla. A esta reflexión se suma otra de mayor calado geopolítico. Europa estaba transitando prácticamente en solitario.
Europa estaba transitando prácticamente en solitario
Por un lado, Estados Unidos no prohíbe el coche de combustión, utiliza otros caminos.La Ley de Reducción de la Inflación (Inflation Reduction Act) no impone vetos, no prohíbe, sino que propone incentivos al coche eléctrico para favorecer la inversión industrial.
Por otro lado, China tampoco prohíbe, sino que ha asegurado el control estratégico de buena parte de la cadena de valor, desde los minerales críticos hasta la fabricación de baterías y vehículos eléctricos, mediante una política industrial fuertemente dirigida por el Estado.
Y, al final, incluso asumiendo los argumentos ecologistas, la pregunta inevitable es: ¿de verdad salvamos el planeta si Europa se autoimpone costes que ni Estados Unidos ni China asumen? ¿Tenemos músculo industrial para aguantar ese pulso?
Las emisiones de CO2 europeas representan menos del 8% del total mundial, frente al 14% de Estados Unidos y el más del 30% que representan las emisiones chinas. Incluso una electrificación completa del parque europeo tendría un impacto climático limitado, pero un impacto industrial negativo enorme. La transición energética sin coordinación global es más bien una deslocalización.
Pero el debate tampoco puede ignorar la experiencia cotidiana de los ciudadanos. Al fin y al cabo, las innovaciones tienen que ser bendecidas por quienes tienen que consumirlas e incorporarlas a su vida. Y la infraestructura necesaria para el coche eléctrico no está preparada. No hay suficientes puntos de recarga, especialmente rápidos. La red es irregular y poco fiable.
Y en los edificios de vivienda vertical, como España, cargar un coche en casa sigue siendo, para muchos, imposible porque carecen de preinstalación, con comunidades de vecinos reticentes, costes elevados y barreras técnicas que hacen inviable la adopción masiva.
Todo esto conecta con un problema aún más profundo: la energía. El coche eléctrico solo funciona con un sistema eléctrico robusto y estable
Los episodios recientes de tensión en la red, incluido el apagón, han recordado que las renovables, sin respaldo, no bastan. Alemania lo ha aprendido tarde, tras abandonar la nuclear y quedar atrapada por el gas. Francia lo entendió y mantiene su parque nuclear como columna vertebral. El gobierno español, mientras tanto, sigue en negación irracional.
En este contexto, resulta llamativo que el presidente del gobierno mantenga una defensa tan rígida del calendario original, incluso cuando los grandes países industriales lo están revisando.
No parece una posición guiada por el interés productivo nacional. España es uno de los principales fabricantes de coches de combustión e híbridos de Europa, pero carece de campeones industriales con peso político suficiente para influir en Bruselas.
La política española del automóvil refleja esa debilidad. Los PERTEs se anuncian, pero no llegan con la rapidez necesaria. Las fábricas eligen Francia, donde hay energía barata y estrategia clara.
Las ayudas se concentran casi exclusivamente en el coche eléctrico, pese a que más de la mitad de los vehículos vendidos, y muchos de los fabricados, siguen siendo de combustión o híbridos no enchufables.
Cabe preguntarse si, más allá de la convicción verde, existe una expectativa de encaje futuro en la nueva cadena de valor eléctrica, dominada hoy por actores no europeos, en un contexto de creciente aproximación comercial a China.
Lo que sí es evidente es que España defiende una transición normativa sin una política industrial operativa que la respalde
La corrección europea no es una renuncia a la transición energética. Es un intento tardío de hacerla viable tras la evidencia que las pérdidas de la industria alemana han supuesto.
Los países que producen, que invierten y exportan han decidido escuchar a su industria y ajustar el calendario a la realidad tecnológica, energética y geopolítica.
La transición, de ser necesaria, no se puede hacer en solitario y pretender que, a la vez, sea sostenible y eficiente. Y menos aún contra la industria y a base de prohibiciones.
Y ese es el verdadero debate que se abre esta semana: no si queremos un futuro más limpio, sino si estamos dispuestos a sacrificar una de las industrias más importantes de Europa sin garantizar que el planeta, ni nuestra economía, salgan ganando. Y España, de nuevo, desafinando.