La TRG (originalmente Tarugo Conf) celebró este fin de semana su décima edición en La Nave, en Madrid. Diez años no son poca cosa en el ecosistema tecnológico español. Lo que empezó como el encuentro de una comunidad digital en torno a una newsletter, La Bonilista, creada por David Bonilla, se ha convertido en una cita imprescindible para quienes construyen el futuro con código, datos y una enorme dosis de fe.
Durante tres días, más de mil personas, entre emprendedores, desarrolladores, diseñadores, inversores, divulgadores y simpatizantes como yo, llenamos el espacio con una energía contagiosa. La TRG no es un congreso al uso: no hay corbatas ni PowerPoints recitados. Es un laboratorio social donde conviven el ingeniero que levanta una startup de inteligencia artificial con la diseñadora que busca financiación para un proyecto educativo o el científico que quiere lanzar su propio spin-off.
El tono es optimista, colaborativo, incluso festivo: una comunidad que se toma el trabajo en serio, pero no a sí misma. Y, además una red de amigos, y un momento para vivir la innovación también en familia.
Esa cultura del “hacer”, tan rara en nuestro país, es lo que explica que la TRG haya resistido una década. Pero basta salir de La Nave para volver a sentir el aire más denso del sistema: el de la fiscalidad, la burocracia y la desconfianza institucional.
Según un análisis publicado por El Economista, España grava la rentabilidad del ahorro doce puntos por encima de la media de la OCDE. Mientras en Europa y en el conjunto de países desarrollados el tipo máximo sobre las ganancias de capital ronda el 18,2 %, aquí Hacienda llega al 30 % para los tramos más altos.
Es la tercera subida desde 2020, en un contexto en que Portugal, Chipre o, incluso, Grecia han optado por reducir o incluso eliminar este impuesto.
El resultado es que el capital, en España, se penaliza dos veces: primero cuando genera beneficios empresariales y luego cuando esos beneficios se reinvierten o se convierten en ahorro. Es lo que el analista de Tax Foundation, Alex Mengden, llama “doble imposición sobre el éxito”.
Dicho de otro modo, quien arriesga su dinero para crear riqueza no sólo asume el riesgo de perderlo, sino también la certeza de que, si le va bien, el Estado se quedará con una parte desproporcionada.
Y aquí es donde aparece la gran contradicción. Porque las mismas instituciones que se llenan la boca hablando de digitalización, inteligencia artificial y transición tecnológica, son las que asfixian la base que permite que todo eso ocurra: el ahorro, la inversión, la iniciativa privada.
El discurso oficial promueve un “ecosistema innovador”, pero el entorno fiscal y regulatorio sigue diseñado para el siglo pasado, cuando el progreso dependía del presupuesto público y no de la colaboración entre talento, capital y conocimiento.
El contraste con otros países es evidente. En Estados Unidos, el venture capital y las stock options son instrumentos cotidianos de incentivo y retención de talento. En buena parte de Europa, las ganancias de capital se gravan con moderación o se bonifican cuando se reinvierten en proyectos productivos.
En España, en cambio, el mensaje es claro: cuanto más riesgo asumas, más pagas. Así se mata el impulso más valioso de todos, el deseo de emprender.
Y, sin embargo, el emprendimiento tecnológico es probablemente la mejor palanca para resolver el viejo problema de la productividad española. Llevamos décadas lamentando que nuestro PIB por hora trabajada esté por debajo de la media europea, que las pymes no escalen, que la innovación se concentre en pocas empresas grandes.
Pero los avances en software, automatización e inteligencia artificial ofrecen una oportunidad histórica para romper ese techo. La productividad no mejora por decreto ni por subvención, mejora cuando una empresa incorpora conocimiento, tecnología y organización eficiente.
Y eso lo traen, precisamente, los emprendedores que hoy se reúnen en lugares como la TRG. He tenido la oportunidad de conversar con algún emprendedor tecnológico que ha tenido la oportunidad de vivir cuatro meses en Silicon Valley y que se lamentaba del erial en que se ha convertido España.
Si España lograra convertir su talento técnico en tejido productivo, podríamos dejar atrás el modelo de bajo valor añadido que nos condena a salarios mediocres y crecimiento frágil. Pero para eso hay que pasar de penalizar el beneficio a premiar la creación, de sospechar del empresario a facilitar su trabajo. No basta con expresar las mejores intenciones o financiar campañas sobre el futuro digital; hay que desmontar las barreras que impiden que ese futuro ocurra.
Porque la fiscalidad no es neutra, sino que expresa una visión moral del éxito y del riesgo. Es decir, el gobierno no está castigando la especulación cuando grava el ahorro y la inversión por encima de su entorno, sino que desincentivando la prosperidad.
Y un Estado que exige más al que arriesga que al que obedece está eligiendo, sin decirlo, un tipo de ciudadano: dependiente, cauteloso, resignado. Cero sorpresas.
En la TRG, cada conversación desprendía lo contrario. Había ganas de construir, de exportar, de mejorar. Se han cerrado acuerdos (¡enhorabuena Pétalo!). Los proyectos hablaban de salud, energía, educación, sostenibilidad, cultura: gente que busca soluciones, no subsidios.
Pero el sistema parece diseñado para ponerles a prueba: trámites eternos, costes iniciales, incertidumbre jurídica y, encima, impuestos crecientes sobre el capital necesario para sostener la innovación.
Por eso, cuando oigo discursos oficiales sobre “la España tecnológica del futuro”, me cuesta no pensar en esa disonancia entre las palabras y los hechos. Las palabras hablan de competitividad, de talento, de digitalización. Los hechos gravan el ahorro, dificultan la inversión y premian la dependencia.
La TRG demuestra que hay una España que se mueve, que crea y que innova. Pero necesita oxígeno. Y ese oxígeno se llama libertad para invertir, estabilidad para planificar y confianza para arriesgar.