Un panel informativo en el Palacio de la Bolsa de Madrid

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Opinión OPINIÓN MERCADOS

A pulmón o con bombona…

Álvaro Galiñanes Franco
Publicada

Sea como sea, hay que bucear cada vez más para encontrar rentabilidad en los mercados.

Pocas experiencias resultan tan transformadoras como la primera inmersión bajo el agua. Esa última bocanada de aire antes de descender, el silencio que sustituye al ruido del mundo y la sensación de ingravidez que te transporta a otro entorno. Bucear enseña humildad: basta bajar unos metros para comprender cuánto desconocemos del mundo subterráneo y cuán dependientes somos de lo esencial.

En los mercados financieros sucede algo similar. Los inversores primerizos se limitan a observar el paisaje, sin perder el equilibrio; los más experimentados se sumergen con mayor profundidad en busca de valor. 

Durante años, encontrar rentabilidad fue relativamente sencillo: bastaba con construir una cartera equilibrada entre renta fija y renta variable. Sin embargo, en el entorno actual —de inflación persistente, tipos de interés aún restrictivos y valoraciones elevadas—, el oxígeno escasea. Es necesario “bucear más hondo”: analizar, diversificar y ampliar horizontes para encontrar oportunidades reales de creación de valor.

Durante décadas, el modelo 60/40 (60% renta variable, 40% renta fija) se consideró la piedra angular de la gestión de carteras. Su lógica descansaba en la correlación negativa entre ambos activos: cuando la economía se debilitaba, las bolsas corregían, pero los bonos soberanos solían apreciarse ante las bajadas de tipos. Esa dinámica ofrecía una amortiguación natural de la volatilidad.

. La inflación elevada, el cambio de régimen monetario y la concentración del crecimiento en pocas compañías tecnológicas han modificado las reglas del juego

Los datos históricos lo avalan. Entre 1985 y 2025, una cartera global 60/40, con rebalanceo anual y costes medios del 0,15%, habría generado una rentabilidad anual compuesta superior al 7%, con una volatilidad en torno al 9%. En comparación, una cartera puramente en renta variable habría alcanzado un 8% anual, pero con un riesgo del 15%, y la renta fija, un 5,5% con apenas un tercio de esa volatilidad. El resultado es evidente: el equilibrio entre ambas clases de activo maximizó la rentabilidad ajustada al riesgo durante casi cuatro décadas.

Pero los fundamentos de esa relación se han alterado. Desde 2020, las correlaciones entre renta fija y variable se han vuelto positivas en varios tramos del ciclo, lo que ha reducido la capacidad defensiva de los bonos. La inflación elevada, el cambio de régimen monetario y la concentración del crecimiento en pocas compañías tecnológicas han modificado las reglas del juego.

La transición desde un entorno de políticas monetarias ultra expansivas hacia uno de restricción prolongada ha reconfigurado los mercados. Durante años, los inversores se acostumbraron a la “gratuita” descorrelación: los bancos centrales intervenían cada vez que el mercado mostraba debilidad. Hoy, esa red de seguridad es mucho menos visible.

Además, la globalización inversora ha hecho que los activos se muevan de forma más sincronizada. Los flujos pasivos y la concentración de la rentabilidad en un número reducido de empresas —especialmente en EEUU— amplifican la volatilidad sistémica. En este escenario, el inversor que busque estabilidad debe asumir que “la diversificación ya no consiste solo en mezclar activos, sino en equilibrar fuentes de riesgo”.

La renta fija, por ejemplo, ya no es homogénea: la deuda soberana compite con el crédito corporativo, los bonos ligados a la inflación, la deuda emergente o los préstamos sindicados. Cada subclase presenta dinámicas distintas de duración, liquidez y sensibilidad a los tipos.

Lo mismo ocurre con la renta variable, donde los mercados desarrollados y emergentes, los factores de estilo (growth, value, quality) y la exposición sectorial generan comportamientos divergentes.

En este contexto, los activos alternativos adquieren un papel fundamental. No se trata de buscar sofisticación, sino de ampliar el conjunto de motores de rentabilidad. El private equity, el private debt, las infraestructuras, los hedge funds, los bonos catástrofe o las materias primas son ejemplos de clases de activo que, bien seleccionados, aportan tres beneficios claros:

  1. Descorrelación estructural: al moverse en función de variables distintas de los mercados cotizados reducen la volatilidad agregada del portfolio.
  2. Captura de primas de iliquidez: la menor eficiencia de estos mercados permite obtener retornos adicionales a cambio de horizontes de inversión más largos.
  3. Cobertura frente a inflación y estrés financiero: activos reales como el inmobiliario o las infraestructuras mantienen su valor en entornos inflacionistas o de tensión crediticia.

Sin embargo, incorporar estas clases de activos exige rigor en la gestión del riesgo, análisis de liquidez y una adecuada gobernanza. La inversión alternativa no sustituye al núcleo tradicional de la cartera; lo complementa y estabiliza, desplazando la frontera eficiente hacia combinaciones más favorables de riesgo y retorno.

En un entorno donde los rendimientos pasados ya no son una guía fiable, la gestión activa del riesgo se convierte en un generador de rentabilidad por derecho propio. Analizar la volatilidad implícita, el Drawdown máximo o la relación entre la rentabilidad y el riesgo de cada componente permite calibrar el peso adecuado de cada activo.

Por ejemplo, una cartera diversificada que combine renta variable global, crédito corporativo y alternativos líquidos puede mantener la rentabilidad esperada de una 60/40 clásica, reduciendo la volatilidad global entre uno y dos puntos porcentuales.

Sin embargo, las condiciones actuales obligan a redefinir las expectativas. Los tipos de interés reales, las curvas de rendimiento y las valoraciones exigentes en renta variable hacen prever rentabilidades medias más moderadas en el próximo lustro. Esto no implica resignación, sino “adaptación”.

En fases de transición como la actual, la clave no es anticipar el ciclo, sino construir carteras resilientes. La diversificación entre regiones, factores, duraciones y clases de activo permite absorber shocks sin comprometer el objetivo a largo plazo.

El inversor que aspire a mantener un rendimiento sostenido deberá combinar análisis, disciplina y apertura a nuevas clases de activos

Asimismo, la gestión del riesgo de liquidez cobra relevancia. El inversor debe distinguir entre la liquidez diaria —la que ofrece salida inmediata— y la liquidez estructural —la que garantiza que los activos puedan valorarse y realizarse en plazos razonables—. El exceso de liquidez puede penalizar la rentabilidad, pero su ausencia pone en riesgo la estabilidad del conjunto.

La búsqueda de rentabilidad en el mundo actual exige más preparación que nunca. Ya no basta con “flotar” en la superficie de los mercados tradicionales; es necesario profundizar, comprender las interrelaciones entre activos y ajustar constantemente la estrategia.

La diversificación ha dejado de ser un simple reparto porcentual: hoy es una filosofía de gestión basada en el entendimiento de los riesgos y la flexibilidad para adaptarse a un entorno cambiante. El inversor que aspire a mantener un rendimiento sostenido deberá combinar análisis, disciplina y apertura a nuevas clases de activos.

En definitiva, los mercados actuales nos obligan a bucear más hondo. A pulmón o con bombona, lo importante es descender con la técnica adecuada y con una brújula clara: proteger el capital, optimizar el riesgo y encontrar valor donde otros solo ven oscuridad.

***Álvaro Galiñanes Franco es director de Inversiones de Santander Private Banking Gestión.