España arde. Desde que comenzó julio, más de 380.000 hectáreas han sido pasto de las llamas. El fuego ha arrasado bosques, cultivos, infraestructuras y vidas. Ha devastado zonas de nueve comunidades autónomas con Galicia y Castilla y León a la cabeza.
Fuegos incontrolables que se han cobrado vidas humanas y la forma de vida de miles de personas que han tenido que ser evacuadas y desplazadas, y cuyo futuro está sobre la mesa.
Mientras los satélites y los drones contabilizan las hectáreas quemadas, el Gobierno llega tarde y mal. Propone un pacto de Estado por la emergencia climática, echa la culpa a los gobiernos autonómicos y trafica políticamente con la desgracia de los ciudadanos, exactamente como hizo durante la DANA.
Los bomberos, la Unidad Militar de Emergencias y los ciudadanos hacen todo lo que pueden. Pero, sobre el terreno, la sensación de abandono es cada vez más palpable. Agricultores, ganaderos, vecinos del entorno rural y técnicos forestales repiten la misma queja: no les dejan cuidar del monte.
Lo que está ardiendo no es solo el territorio, sino el vínculo (ya roto) entre el campo y quienes lo regulan desde los despachos. No se trata de falta de recursos, sino de una incapacidad estructural para prevenir. Y eso exige otro tipo de análisis.
¿De quién es el monte cuando se quema?
El presidente del Gobierno ha atribuido los incendios a la "emergencia climática", a la "sequía acumulada" y a “fenómenos meteorológicos extremos”. Todo eso es cierto. Probablemente, España es uno de los países más vulnerables al cambio climático en Europa.
Pero no es toda la verdad. Porque mientras los responsables políticos señalan al cielo, quienes viven en el monte miran al suelo: a los caminos intransitables, a los cortafuegos abandonados, al matorral seco que nadie deja desbrozar.
Lo dicen los ganaderos, lo repiten los agricultores y lo confirman los ingenieros forestales: el monte está sucio, y el monte limpio no arde. ¿De quién es el monte cuando se quema?
Las trabas burocráticas para limpiar, pastorear, recoger leña o realizar quemas controladas han crecido hasta el absurdo. La legislación medioambiental, diseñada para proteger, se ha convertido, en muchos casos, en una barrera que impide la gestión activa del territorio.
Los agricultores critican la lentitud y complejidad de los permisos, especialmente en zonas rurales despobladas donde la gestión tradicional (como el pastoreo extensivo) era suficiente. La prohibición de desbrozar en primavera y verano (épocas de cría de fauna o riesgo de incendio) coincide con los períodos en que los agricultores tienen más tiempo, lo que genera mucha frustración y sensación de abandono.
Pero en España estamos viviendo una versión invertida y burocrática de esa tragedia: en lugar de sobreexplotar los recursos comunes, los estamos abandonando
Además, en muchas zonas, la administración no tiene capacidad para gestionar todos los montes públicos, dejando la responsabilidad a los propietarios privados, quienes enfrentan trabas administrativas. La pescadilla que se muerde la cola.
El resultado: cuando llega el calor y el viento, el bosque estalla como una bomba de relojería. Esta es la paradoja que se está gestando: prohibimos cuidar lo común y luego lamentamos su destrucción. Podría decirse que estamos viviendo un caso paradójico de la conocida “tragedia de los comunes”.
La “tragedia de los comunes” es un concepto clásico de la economía ambiental: cuando un recurso es de todos, pero nadie lo gestiona, acaba sobreexplotado y destruido. Es lo que pasaba con los pastos comunales, la pesca o el agua subterránea si no se establecían normas de uso.
Pero en España estamos viviendo una versión invertida y burocrática de esa tragedia: en lugar de sobreexplotar los recursos comunes, los estamos abandonando. Nadie limpia, nadie pastorea, nadie recoge leña.
No porque no quieran hacerlo, sino porque se les impide. Porque pedir permiso para limpiar una parcela puede tardar meses, porque se exige un plan técnico para cada desbroce, porque hasta recoger piñas o hacer una quema controlada puede ser ilegal.
La realidad es que la ausencia de colaboración con quienes viven sobre el terreno ha convertido esa protección en un espejismo
En lugar de permitir la gestión compartida de los bienes comunes, el Estado ha monopolizado la protección, pero sin capacidad real de mantener esos entornos. Y cuando se impide a la gente cuidar lo que conoce, lo que arde no es solo el bosque: arde también el compromiso de la administración hacia los ciudadanos.
La economista Elinor Ostrom, Premio Nobel en 2009, desmontó el dogma según el cual los bienes comunes solo podían gestionarse eficazmente por el Estado o por el mercado. Estudió cientos de casos en todo el mundo, desde sistemas de riego en Nepal hasta bosques comunitarios en Suiza, y demostró que las comunidades locales, cuando cuentan con reglas claras y confianza mutua, pueden gestionar sus recursos comunes de forma sostenible y eficaz.
Lo que Ostrom denunció es lo que estamos viendo en España: la tendencia a reemplazar la gestión compartida por una burocracia centralizada que ignora el conocimiento local. En lugar de confiar en los campesinos, ganaderos, pastores y agentes rurales que llevan generaciones conviviendo con el monte, se impone desde los despachos una gestión homogénea y rígida, muchas veces inoperante.
Lo paradójico es que se hace en nombre de la protección. Pero la realidad es que la ausencia de colaboración con quienes viven sobre el terreno ha convertido esa protección en un espejismo. Un espejismo que, cada verano, se convierte en humo y destroza vidas. Cada hectárea calcinada es un fracaso político, no una desgracia inevitable.
Lo es por omisión, por arrogancia regulatoria. Lo es por convertir la gestión del territorio en un juego de cuotas, competencias y titulares. Y, de algún modo, también es un fracaso de los votantes, que siguen entregándose a ciegas a quienes ya sabemos que no cumplen con su responsabilidad.
Los incendios son la expresión visible de una ceguera institucional que desprecia la sabiduría práctica de quienes más cerca están del terreno. Cada catástrofe es un escaparate político hasta que deja de ser útil. Pregunten a los habitantes de La Palma o de Paiporta.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que se trafique con el dolor y la devastación como si fueran moneda electoral?