Cayuco avistado al sur de El Hierro

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Opinión

La izquierda y la inmigración

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“¿Me puede explicar alguien por qué Japón, un país mucho más envejecido que España, no necesita inmigrantes para garantizar su futuro?”. Esa inocente pregunta que se me ocurrió formular hace unos días en la red social X, antes Twitter, ya llevaba 585 mil visualizaciones, además de 587 comentarios, casi todos ellos destinados a criticar duramente al autor, en el instante de comenzar a escribir este artículo.

Algo, la práctica unanimidad de los lectores en su repudio a que sé siquiera pueda ponerse en duda la premisa axiomática de que la inmigración constituye una necesidad para nuestras sociedades, que indica hasta qué punto tal dogma ideológico ha entrado a formar parte del sentido común dominante. 

Por cierto, algunos de mis detractores negaban la mayor, al asegurar que Japón también estaría recibiendo flujos significativos de inmigrantes; afirmación que, sin embargo, no se compadece con la verdad, pues la población extranjera residente ahora mismo en ese país apenas ronda el 3% del censo, un porcentaje incomparable con sus equivalentes en los países desarrollados de Occidente (en Corea del Sur, nación con rasgos muy similares a Japón y también en proceso de envejecimiento, los extranjeros sólo suponen el 4,5%).

Porque no, no resulta constituir ninguna obviedad lógica, más bien justo lo contrario, que las sociedades demográficamente menguantes de las regiones desarrolladas del planeta precisemos para subsistir en el futuro de la llegada masiva de inmigrantes poco o nada cualificados oriundos, en su gran mayoría, del Tercer Mundo. Eso, simplemente, no es cierto. 

Y quienes más deberían combatir semejante falacia son los teóricos de izquierdas. Pero, al contrario, resultan ser sus más entusiastas publicistas. A estas alturas del fin de las ideologías, decirse de izquierdas ya no significa, como en algún momento lejano ocurrió, poseer una cosmovisión específica cuyo horizonte ideal último pasa por la superación transformadora del orden capitalista.

La izquierda está llamada a defender el Estado del bienestar por exactamente el mismo motivo que los liberales se oponen a él con tanta insistencia

Hoy, alinearse con la izquierda implica anhelos mucho más modestos en su renuncia a cualquier ambición utópica; y entre ellos figuran cuestiones tan simples, casi prosaicas, como la defensa del sistema público de pensiones, amén del resto de las prestaciones gratuitas y universales asociadas al Estado del bienestar.

La izquierda está llamada a defender el Estado del bienestar por exactamente el mismo motivo que los liberales se oponen a él con tanta insistencia: porque su principio filosófico básico remite a que las rentas bajas se beneficiarán mucho más de unas prestaciones el grueso de cuya factura deberán asumir los miembros de otras clases sociales con ingresos más elevados.

A fin de cuentas, el Estado del bienestar no es otra cosa que un sistema institucionalizado de transferencia de rentas de los de arriba hacia los de abajo. Y constituye un gran avance de la civilización humana que tal cosa exista en ciertos rincones del planeta.

De ahí lo definitivamente absurdo de la presunción consistente en creer que los inmigrantes van a pagar nuestras pensiones, además de garantizar la continuidad del Estado del bienestar. 

Esas dos ocurrencias, compartidas ahora mismo por todas las facciones de la izquierda española de forma unánime, no pueden ser más peregrinas. Es asombroso que economistas de izquierdas prediquen que el Estado del bienestar español quedará reforzado en sus cimientos más profundos, los estructurales, gracias a la llegada a la península de varios millones de trabajadores cuya principal característica compartida es cobrar los salarios más bajos, y con diferencia, de toda la población laboral del territorio de acogida. Marx y Engels se echarían las manos a la cabeza escuchando los razonamientos sobre ese particular de teóricos como Eduardo Garzón, por ejemplo. 

Nunca antes el discurso oficial de la izquierda había estado aquejado de tal grado de esquizofrenia doctrinal

No hace falta haber pisado jamás una facultad de Economía, pues constituye algo evidente por sí mismo, para entender que los trabajadores peores pagados del país consumen a lo largo de su vida un volumen de servicios públicos gratuitos cuyo coste financiero agregado excede, y con creces, el monto de los pocos impuestos que la propia modestia de sus nóminas les permite aportar para el sostenimiento del sistema.

Y otro tanto cabe decir de las pensiones. ¿Cómo alguien dotado con una elemental  capacidad de raciocinio puedes postular en serio que las pensiones vitalicias de los boomers españoles de la gran clase media ahora en decadencia van a quedar garantizadas gracias a las cotizaciones sociales de los inmigrantes magrebíes que trabajan de sol a sol cultivando melones con contratos temporales en las explotaciones agrícolas de Torre-Pacheco? 

Constituye una pretensión tan ajena cualquier lógica económica mínimamente rigurosa, tanto, que  provoca vergüenza ajena sólo tener que reproducir el argumento por escrito. Nunca antes el discurso oficial de la izquierda había estado aquejado de tal grado de esquizofrenia doctrinal.

Por un lado, sus ideólogos de referencia señalan con alarma creciente el impacto arrasador sobre el objetivo del pleno empleo de las nuevas tecnologías disruptivas, esas vinculadas a la Cuarta Revolución Industrial - innovaciones tales como la inteligencia artificial o la generalización de la robótica- , llamadas a reducir a un mínimo histórico sin precedentes el número de seres humanos necesarios para el funcionamiento del sistema productivo en su conjunto. 

Pero, al mismo tiempo, justifican por otro la supuesta necesidad de que millones de excedentes demográficos procedentes del Tercer Mundo se incorporen a esas mismas economías desarrolladas en acelerado proceso de digitalización y robotización.

Les inquieta, con razón, que el nuevo capitalismo hipertecnificado y posfordista prescinda cada vez más de los seres humanos en sus procesos productivos, pero llaman a importar multitudes no cualificadas de otros continentes como fórmula magistral a fin de solventar los problemas colectivos derivados de esa rápida mutación sistémica. 

Hace muchos años que dejaron de estudiar a Marx, pero las enseñanzas que más falta les hacen, aunque sólo sea para entenderse a sí mismos, son las de otro gran olvidado en este siglo XXI: el doctor Sigmund Freud de Viena.

*** José García Domínguez es economista.