En los últimos meses, el Gobierno de Pedro Sánchez ha desplegado una narrativa cada vez más cerrada sobre sí mismo: España crece, lidera Europa, defiende la democracia frente a una oposición reaccionaria y cuenta con el respaldo moral de la cultura.

A simple vista, parece una afirmación de fortaleza. Pero a poco que se observe el contexto, es decir, las investigaciones por corrupción, la presión de Bruselas, el malestar en la OTAN y una crispación política creciente, el comportamiento del Ejecutivo se parece más al de un poder que se siente acorralado.

Y cuando el poder se siente amenazado, no responde como lo haría un estadista idealizado.

Responde como un agente con intereses, incentivos y miedos, igual que cualquier jugador en una partida donde perder puede implicar no solo dejar el sillón, sino enfrentarse a consecuencias personales, judiciales o históricas.

Para intentar entender la lógica de nuestros dirigentes, los economistas disponemos de marcos teóricos que permiten analizar las reacciones del Gobierno.

Me refiero a la Escuela de Public Choice, a la economía del comportamiento (behavioral economics), y a la teoría de juegos. Porque incluso el ejercicio del poder tiene su racionalidad cuando se percibe el peligro.

Por ejemplo, la teoría económica de las decisiones públicas nos dice que los políticos no son distintos al resto de los humanos: maximizan sus intereses en función de los incentivos del entorno.

Esto incluye permanecer en el poder, evitar sanciones y preservar su reputación.

¿Qué pasa cuando el entorno se vuelve hostil porque aparecen causas judiciales, se produce desgaste electoral o se pierden aliados internacionales? Que los comportamientos se ajustan. ¿Cómo? Las actuaciones del gobierno español en este contexto nos iluminan.

En primer lugar, el Gobierno “amenazado”se compromete en pactos costosos, como las concesiones a partidos independentistas o como la amnistía, que no son decisiones gratuitas en términos de apoyo electoral general.

Son el precio necesario para garantizar la estabilidad parlamentaria y evitar la caída del gobierno.

El Gobierno “amenazado”se compromete en pactos costosos, como las concesiones a partidos independentistas

También podríamos señalar la colonización de lo simbólico. Buscar el respaldo de artistas, intelectuales o colectivos culturales en construcción de un relato identitario que separe a los “buenos” (progresistas, creativos, internacionales) de los “malos” (reaccionarios, rancios, derechistas).

También hay que destacar la captura institucional: las maniobras sobre el Poder Judicial no responden a una preocupación por la eficiencia de la justicia, sino a la necesidad de reducir riesgos futuros si se pierde el control político.

Y finalmente, el uso de recursos públicos con fines de modelización por vía pecuniaria: el reparto de ayudas, subvenciones y campañas polarizadas apunta a reforzar nichos de apoyo.

Nada de esto requiere asumir maldad, aunque yo no lo descartaría. Basta con aplicar la hipótesis de racionalidad restringida. El político acorralado no actúa como un reformista; actúa como un estratega sofisticado.

Por su parte, la economía del comportamiento (behavioral economice) nos permite entender qué sesgos clave ayudan a explicar la actual deriva del Ejecutivo.

Para empezar, la aversión a la pérdida. El Gobierno teme más perder lo que ya tiene que no obtener algo nuevo. Por eso, un poder amenazado termina cayendo en la escalada del compromiso.

Es decir, una vez se ha invertido mucho capital político en una determinada narrativa abandonarla parece una rendición.

Todo ello da lugar a la ceguera motivada: ante evidencias contradictorias, como las advertencias europeas sobre el estado de derecho, o los datos de persistente deterioro de las condiciones de vida del ciudadano medio pese al crecimiento macro, el Ejecutivo refuerza su versión de la realidad.

Así, filtra, selecciona y enfatiza los datos que sostienen su relato. Y cuando el relato es el escudo, los datos se convierten en munición selectiva.

Finalmente, la teoría de juegos permite modelizar con precisión qué estrategias adopta el Gobierno cuando se enfrenta a adversarios (oposición), árbitros (UE, justicia) y públicos inciertos (electorado).

El Gobierno teme más perder lo que ya tiene que no obtener algo nuevo

El “político acorralado” aparece como protagonista en varios tipos de juegos.

Dadas las características de la Democracia, en la que las elecciones se repiten cada cuatro años, cuando la amenaza es inminente por desgaste, escándalos o pérdida de apoyos, el político acorralado prioriza estrategias de impacto inmediato: polarizar, prometer, modelizar o confrontar.

Cada jugada es vital. Y no caben equilibrios llegando a acuerdos con la oposición, porque, aunque a largo plazo podrían obtener mejores resultados (equilibrio de Nash), si uno se contiene y el otro ataca, el que se contuvo pierde.

Así que, lo más racional para ambos es polarizar.

Hay que tener en cuenta que cuando los costes de perder no son solo políticos sino personales y familiares, juicios, pérdida de fuero, el jugador está dispuesto a alterar las reglas del juego.

No es cinismo: es lógica estratégica. Y en eso están. En ese cambio por la puerta de atrás, el político juega con la ventaja de la información asimétrica.

La distancia entre lo que el político sabe y lo que saben los ciudadanos permite al primero manipular: culpar a terceros, invocar amenazas externas, inflar logros menores.

Este ocultamiento permite ganar tiempo, apoyos y requiere la complicidad de los medios afines.

Las triunfalistas comparecencias de Pedro Sánchez y el gobierno se explican mejor ahora. La contradicción entre su relato y la realidad es llamativa solamente si uno espera coherencia.

Pero desde la lógica del poder acorralado, es perfectamente racional: si el contexto se oscurece, el relato se ilumina; si los hechos se resisten, se eleva el tono; si la legitimidad se erosiona, se recurre a lo emocional.

Y así, el Gobierno ha ido desplegando una estrategia que busca mantenerse en el poder. El problema es que, en ese movimiento, consiga que incluso la Democracia pierda su condición de árbitro y se convierta en otra pieza más.

En economía, una decisión es racional cuando maximiza la utilidad de quien la toma. Pero no siempre lo racional es lo deseable. Porque el poder acorralado no solo se defiende, sino que cava un hoyo alrededor del país para no caer solo.