Cuando Donald Trump proclamó que la Unión Europea había sido diseñada para fastidiar a los Estados Unidos, estaba decididamente dejando claro que su visión del viejo aliado ya no pasa por la cooperación, sino por la confrontación.

El mensaje no es solo retórico: el impresentable inquilino de la Casa Blanca prepara aranceles del 25%, e incluso de hasta el 30%, sobre prácticamente todo lo que cruce el Atlántico con bandera europea, desde automóviles hasta fármacos.

Para él, Bruselas ha mutado en una especie de conspiración antinorteamericana que hay que doblegar a golpe de aranceles, un argumento tan simplista como peligroso que ignora por completo la naturaleza interdependiente de nuestras economías.

La amenaza de imponer un 30% de gravamen a las exportaciones europeas no es un mero globo sonda: forma parte de una escalada cuidadosamente coreografiada, pensada para forzar a la Unión Europea a “negociar” desde la humillación.

Trump lo advirtió en cartas a medio mundo y lo repitió en mítines: o Europa acepta comprar más energía y más chips “made in USA”, o se enfrenta a la subida arancelaria más agresiva desde los años treinta. Un chantaje en toda regla que busca desmantelar cadenas de suministro construidas durante décadas y recolocar la producción en territorio estadounidense a golpe de decreto.

O Europa acepta comprar más energía y más chips “made in USA”, o se enfrenta a la subida arancelaria más agresiva desde los años treinta

La respuesta europea, afortunadamente, empieza a sonar distinta. Tras años de paciencia estratégica, Alemania se ha situado junto a Francia para advertir que si Washington quiere guerra, la tendrá.

Bruselas estudia ya el uso de su nuevo “instrumento anticoerción”, una especie de bazooka legal que permite represalias milmillonarias, y sopesa gravámenes específicos sobre los servicios digitales estadounidenses, así como restricciones de acceso a la contratación pública. En otras palabras: no más “buenismo” multilateral frente a un matón que solo entiende la fuerza.

Las cifras explican por qué este pulso es tan arriesgado. Cada día cruzan el Atlántico bienes y servicios por valor de más de 5.000 millones de dólares, y el volumen integrado entre ambas orillas roza los 9,5 billones anuales. Ninguna otra pareja comercial en el planeta maneja semejante densidad de intereses cruzados.

Romper ese eje significaría volatilizar inversiones, empleos y know-how a ambos lados, pero sobre todo pondría en jaque a miles de multinacionales estadounidenses cuyo mercado natural y más rentable es Europa. El tiro, en efecto, saldría por la culata.

Cada día cruzan el Atlántico bienes y servicios por valor de más de 5.000 millones de dólares, y el volumen integrado entre ambas orillas roza los 9,5 billones anuales

Las grandes tecnológicas, en particular, corren el riesgo de convertirse en daño colateral. Google, Apple, Meta o Amazon llevan años sujetándose a regañadientes a la normativa europea en materia de privacidad, de competencia y fiscal. Si además se activa un impuesto digital pensado como medida de represalia, el impacto se dejará sentir en sus márgenes justo cuando necesitan capital para la carrera de la inteligencia artificial.

Paradójicamente, Trump amenaza con penalizar a las mismas empresas que más contribuyen a la balanza de servicios donde los Estados Unidos mantienen superávit frente a la Unión Europea. Una estrategia digna de manual… de cómo pegarse un tiro en el pie.

Europa, mientras tanto, debería aprovechar la coyuntura para acelerar su autonomía estratégica: reforzar la política industrial, desde los semiconductores hasta las renovables, diversificar proveedores de materias primas críticas y profundizar en acuerdos con América Latina, India, China o el Sudeste Asiático.

La dinámica del matón se desactiva cuando la víctima demuestra que puede vivir y prosperar sin él. Y la historia demuestra que los bullies se achican cuando la respuesta deja de ser el lamento y pasa a la acción coordinada.

Porque el verdadero peligro no es el arancel en sí, sino la fractura de la relación transatlántica como pilar geopolítico. Si Washington convierte a la Unión Europea en su adversario económico, ¿qué sentido tiene seguir alineados en defensa, inteligencia o estándares tecnológicos? El mensaje de la Administración Trump es claro: “América primero” implica “Europa última”. Persistir en la fe ciega de que, pese a los insultos y las sanciones, Estados Unidos sigue siendo un aliado fiable bordea ya directamente la irresponsabilidad.

La lección es clara y cristalina: frente a un socio que se comporta como una potencia hostil amenazante, la pasividad no es diplomacia, es sumisión. Reaccionar con firmeza, arancel por arancel y restricción por restricción, no es proteccionismo: es autodefensa. Y, como enseñan los patios de colegio, al abusón solo se frena cuando se le planta cara.

Si hace falta activar el protocolo anticoerción, que se active; si toca gravar los servicios digitales de Silicon Valley, que se graven. Europa tiene músculo, mercado y legitimidad para hacerlo, e incluso puede convertir este problema en oportunidad. De nosotros depende demostrar que, frente a la América de Trump, no somos un blanco fácil del que se puede abusar, sino un contrapeso decidido y, sobre todo, unido.

***Enrique Dans es profesor de Innovación en IE University.