La reciente multa de la Comisión Europea a Delivery Hero y Glovo, que se ha saldado con una multa de 329 millones de euros, me ha dejado pensando en la naturaleza de la criminalidad corporativa, y la ineficiencia de las multas para desincentivar ese tipo de comportamientos. 

¿Y si empezáramos a considerar la cárcel como una consecuencia habitual para los directivos de empresas que incurren de forma reiterada en prácticas claramente dañinas y profundamente inmorales?

No se trata de un arrebato radical, ni de una llamada a la guillotina corporativa, sino de una reflexión serena: si las multas ya no funcionan como elemento disuasorio y ciertos ejecutivos continúan repitiendo los mismos comportamientos con total impunidad, ¿no deberíamos empezar a explorar otras vías? 

El caso de Mark Zuckerberg es, probablemente, el más paradigmático. Durante años, su empresa ha estado acumulando evidencias, internas y externas, sobre los efectos dañinos de Facebook e Instagram en la salud mental de los más jóvenes, particularmente las adolescentes.

Mark Zuckerberg sabía perfectamente que sus algoritmos fomentaban comportamientos adictivos, que los trastornos alimentarios y la depresión se disparaban entre quienes pasaban más tiempo en sus plataformas, y que el modelo de negocio se alimentaba precisamente de eso. 

Lo mismo puede decirse del papel que Facebook desempeñó en procesos electorales alrededor del mundo, o incluso en episodios tan estremecedores como el genocidio de los rohingya en Myanmar

Lo sabía, tenemos pruebas de ello… y no hizo nada. Es más, impidió conscientemente que se hiciera nada. Peor aún, hizo justo lo contrario: minimizó el problema, negó la evidencia, manipuló los mensajes públicos y continuó optimizando sus sistemas para que el tiempo de permanencia creciera. Porque eso era lo que importaba. Porque así ganaban más dinero. 

Lo mismo puede decirse del papel que Facebook desempeñó en procesos electorales alrededor del mundo, o incluso en episodios tan estremecedores como el genocidio de los rohingya en Myanmar. La red social fue utilizada de manera sistemática para difundir odio, desinformación y propaganda, y las alarmas que se encendieron internamente fueron silenciadas o ignoradas.

Cuando se destaparon los escándalos, la respuesta fue una clásica operación de relaciones públicas, acompañada, en el peor de los casos, de una multa. Una multa que, en empresas con márgenes multimillonarios, resulta completamente irrelevante, el equivalente financiero a una colleja condescendiente. 

No se trata solo de Facebook. La historia se repite con matices diferentes en otras compañías y sectores. La reciente sentencia contra Glovo y Delivery Hero, por ejemplo, evidencia cómo algunos directivos optan deliberadamente por incumplir la ley, porque hacerlo sale rentable. 

No se trata de un malentendido, ni de una interpretación dudosa de la normativa: hay personas con nombre y apellidos que decidieron seguir explotando a miles de trabajadores, aun sabiendo que estaban violando la legislación laboral. Y lo hicieron porque el coste previsto —una multa— era inferior al beneficio esperado. Es una lógica económica perversa, pero perfectamente racional dentro del marco actual.

Las sanciones administrativas son necesarias, por supuesto, pero resultan insuficientes cuando se enfrentan a estructuras que han aprendido a verlas como meros gastos operativos

¿Deberíamos, entonces, empezar a pedir responsabilidades penales? ¿No deberíamos contemplar que, cuando una conducta empresarial cruza ciertos límites éticos, el castigo no sea solo económico, sino también personal?

Las sanciones administrativas son necesarias, por supuesto, pero resultan insuficientes cuando se enfrentan a estructuras que han aprendido a verlas como meros gastos operativos, previsibles y asumibles.

Si un directivo decide, con plena conciencia, adoptar una estrategia que pone en riesgo la salud mental de los usuarios, que vulnera derechos fundamentales o que pisotea de forma sistemática la ley, ¿por qué no plantear que esa persona pueda acabar en prisión?

La idea no es nueva, pero rara vez se aplica. Hay precedentes, especialmente en casos de fraude financiero o corrupción, donde algunos ejecutivos sí han terminado entre rejas. Pero cuando se trata de consecuencias más difusas, como los efectos sociales de una red social, la creación de un cartel empresarial para abusar las leyes anti-competencia o la explotación encubierta de miles de trabajadores, parece que el sistema legal se vuelve tímido, abstracto, incapaz de señalar culpables, aunque todos sepamos que tienen nombre y apellidos.

Esa nebulosa de responsabilidades diluidas es, en el fondo, lo que protege a los poderosos. Y lo que perpetúa los abusos.

No se trata de venganza ni de populismo judicial. Se trata de redefinir los incentivos

No hablamos de criminalizar el error empresarial, ni de aplicar sanciones desproporcionadas. Hablamos de poner límites claros a prácticas que, aunque puedan estar dentro de la legalidad en el sentido técnico, son éticamente inaceptables.

Hablamos de enviar un mensaje contundente: que la innovación tecnológica no puede ser una coartada para la impunidad, y que el liderazgo empresarial implica también una responsabilidad personal.

Quizá sea hora de dejar de admirar ciegamente a ciertos fundadores y empezar a analizarlos con más rigor. El caso de Zuckerberg, de nuevo, resulta ilustrativo: múltiples testimonios, incluso desde dentro de su propia empresa, lo describen como alguien con claros rasgos de desapego emocional, indiferente al sufrimiento que sus decisiones puedan causar, obsesionado con el crecimiento y el control.

No es casualidad que haya logrado construir un imperio con esas características. Pero tampoco debería ser casualidad que una sociedad democrática empiece a preguntarse si queremos seguir tolerando que personas así operen sin ningún tipo de freno ni desincentivo real.

No se trata de venganza ni de populismo judicial. Se trata de redefinir los incentivos. Si las multas no disuaden, si la reputación no importa, y si las consecuencias son siempre asumibles, entonces el sistema está incentivando el abuso.

Introducir la posibilidad de la cárcel, un coste personal difícilmente asumible para un directivo, podría tener un efecto ejemplarizante. Podría cambiar el cálculo.

No hay una fórmula mágica, ni una línea clara que lo resuelva todo. Pero tal vez ha llegado el momento de hacernos esta pregunta con seriedad.

¿Queremos un sistema donde los poderosos solo temen una multa, o uno en el que, cuando alguien cruza ciertos límites, sepa que también puede acabar unos años detrás de los barrotes? 

***Enrique Dans es profesor de Innovación en IE University.