La Semana Santa ha terminado abruptamente. El fallecimiento del Santo Padre ha impactado en todo el mundo: en los católicos, por supuesto, pero también en los no católicos. Con sus luces y sombras, sus aciertos y desaciertos, se ha ido una persona que no ha dejado indiferente a nadie. Ahora comienza un proceso lento, concienzudo, revestido de tradición, como es el cónclave, que se espera que tenga lugar a principios de mayo.

La despedida del Papa, con sus propios rituales y tiempos, corre en paralelo con la activación de los procesos de toma de decisiones más enigmáticos y sofisticados del planeta: el cónclave. Un mecanismo con siglos de historia que, sin embargo, nos sigue hablando en términos muy actuales sobre cómo decidir en contextos inciertos, bajo presión y con múltiples intereses en juego.

Así que, desde el respeto, me voy a permitir reflexionar sobre esta complicada toma de decisiones, que, para los católicos, está dirigida por el Espíritu Santo, sea cual sea el resultado. El cónclave no es solo una elección religiosa. Es una especie de algoritmo humano diseñado para llegar a un consenso en ausencia de certezas. Aislados del mundo exterior, los cardenales deben seleccionar entre ellos a una figura que no solo guíe a la Iglesia desde el punto de vista espiritual, sino también desde el diplomático, el institucional, el financiero y el simbólico. No hay un programa electoral ni una entrevista final. Hay trayectorias, percepciones, alianzas implícitas y, sobre todo, una lectura colectiva del momento histórico.

Desde el punto de vista económico y organizativo, el cónclave se parece mucho a un proceso de sucesión en las grandes corporaciones. Cuando un CEO se retira o fallece, el consejo debe decidir quién liderará la siguiente etapa. No siempre el más brillante es el elegido. A menudo se busca una figura que sintetice, que pacifique, que tenga la edad adecuada, la experiencia suficiente y, en ocasiones, que no despierte demasiadas resistencias.

Esto nos lleva a pensar en los límites de la racionalidad en la toma de decisiones. La teoría económica clásica hablaba de agentes racionales con información perfecta. Pero los seres humanos no contamos con eso. Los cardenales tampoco. Tienen intuiciones, conversaciones pasadas, lecturas parciales y la presión de acertar no solo para hoy, sino para una o más décadas futuras, acerca del sucesor de Pedro. Ni más ni menos. Lo que se juega en un cónclave también es una narrativa global. Lo mismo ocurre cuando una empresa elige entre varios candidatos internos: se elige una visión del futuro más que una persona concreta. O, al menos, así debería ser.

Desde el punto de vista económico y organizativo, el cónclave se parece mucho a un proceso de sucesión en las grandes corporaciones

Podemos vislumbrar elementos de teoría de juegos en todo esto. Ningún cardenal entra al cónclave como Papa, pero algunos saben que pueden salir luciendo la mitra papal si no se postulan demasiado pronto, si no generan rechazo, si actúan como puentes entre bloques. Es un juego donde la posición ideal no siempre es la de liderazgo evidente, sino la de centro de gravedad moral y estratégico. Como en muchas negociaciones complejas, gana quién es percibido como solución al conflicto.

Los factores que pesan en la elección papal rara vez se explicitan, pero están muy presentes. Se valora el perfil doctrinal del candidato (continuidad o cambio respecto al Papa anterior), su procedencia geográfica (con creciente atención al sur global), su capacidad diplomática e institucional, su edad y salud, su experiencia en el gobierno de la Iglesia y, sobre todo, su aceptabilidad por parte de distintas facciones. No se busca necesariamente al mejor formado, sino al que todo el mundo mira como una figura de consenso viable.

Y, sin embargo, a pesar de siglos de precedentes, es prácticamente imposible predecir con certeza quién será el elegido. Cierto es que estamos todos en ello. Y, probablemente, seguiremos mareando la perdiz en las próximas semanas. Pero, no hay que olvidar que faltan piezas clave: no conocemos el contenido de las conversaciones entre cardenales, ni las dinámicas internas de las primeras votaciones, ni el peso real de cada bloque ideológico o regional.

Tampoco podemos medir el clima emocional del cónclave ni el impacto del factor espiritual, que, aunque es imposible de verificar desde fuera, forma parte del proceso de discernimiento colectivo. Esa opacidad es parte del sistema: protege la libertad de juicio de los electores, pero deja fuera a los analistas.

Una de las lecciones que saco de todo esto es que los rituales importan. Que incluso en un mundo hiperdigitalizado, hay organizaciones que recurren a mecanismos simbólicos, a espacios protegidos de deliberación, para tomar decisiones difíciles con efectos a largo plazo para una iglesia que reúne a 1.300 millones de almas. Y que, más allá del humo blanco, lo que nos deja cada cónclave es una lección sobre cómo enfrentar la complejidad con solemnidad, con estructura y también con intuición humana. Para acertar o para equivocarse.