Donald Trump
Desde su regreso al centro del escenario político estadounidense, Donald Trump ha reactivado uno de los pilares más controvertidos de su agenda económica: la imposición de aranceles. Más allá de su evidente carga política, esta decisión plantea interrogantes profundos sobre el rumbo de la economía global y el papel de Estados Unidos en el sistema comercial internacional.
La política arancelaria de Trump rompe con el consenso que, desde la posguerra, ha sostenido que el libre comercio favorece la eficiencia económica global. Apoyado en el principio de la ventaja comparativa formulado por David Ricardo en el siglo XIX, dicho consenso establece que los países deben especializarse en la producción de aquellos bienes para los que tienen un coste de oportunidad menor, y comerciar con otros para maximizar el bienestar conjunto. Bajo esta lógica, las barreras al comercio —como los aranceles— distorsionan el sistema de asignación eficiente de recursos, reducen la productividad global y perjudican al consumidor.
Sin embargo, la historia económica también nos recuerda que el libre comercio no es una panacea sin fricciones. Economistas como Friedrich List, ya en el siglo XIX, defendieron políticas proteccionistas temporales como instrumento para el desarrollo industrial de economías emergentes. Es posible que Trump crea que los aranceles pueden ser una herramienta táctica en un entorno de competencia geoestratégica, particularmente frente a prácticas comerciales consideradas desleales por parte de ciertos países.
El impacto económico de una política arancelaria generalizada como la que propone Trump es difícil de subestimar. A corto plazo, los aranceles encarecen las importaciones, elevando los costes para empresas que dependen de insumos extranjeros y trasladando esa presión al consumidor final.
Un estudio reciente del Peterson Institute for International Economics estima que, solo los aranceles propuestos a Canadá y México hace unos meses, podrían generar un coste promedio anual de 1.277 dólares por hogar estadounidense. Es cuestión de multiplicar. Además, diversos sectores manufactureros que inicialmente podrían beneficiarse de una protección temporal, como el del automóvil, enfrentan a su vez retaliaciones arancelarias en mercados clave, afectando sus exportaciones.
El impacto económico de una política arancelaria generalizada como la que propone Trump es difícil de subestimar
A medio y largo plazo, el mayor riesgo radica en la erosión del sistema multilateral de comercio. Si Estados Unidos, históricamente defensor de las reglas de la OMC, se posiciona como un actor abiertamente proteccionista, puede alimentar una espiral de medidas y contramedidas que debiliten el tejido institucional del comercio internacional. La desglobalización comercial, ya visible en ciertas cadenas de suministro estratégicas, podría acelerarse, afectando negativamente a la productividad global y al crecimiento económico.
No obstante, hay quien defiende que esta política tiene una lógica geopolítica más que económica. La confrontación con China no se limita al terreno comercial, sino que abarca aspectos tecnológicos, militares y de influencia global. En este contexto, los aranceles podrían interpretarse como parte de una estrategia de desacoplamiento económico y de reindustrialización estratégica, que busca asegurar ciertas capacidades productivas dentro de las fronteras nacionales. Esta visión se alinea con el llamado "nacionalismo económico" que gana terreno en diversos países.
En este marco, debe entenderse también que Trump busca, en última instancia, defender lo que considera intereses nacionales. Los aranceles no solo se plantean como herramienta comercial o geopolítica, sino también como mecanismo fiscal. Sirven para compensar, al menos parcialmente, la necesidad de incrementar los ingresos públicos sin recurrir a aumentos de impuestos que serían políticamente costosos.
Detrás de esta política subyace el objetivo de recortar el déficit federal en tres trillones de dólares, una meta que exigiría, de no mediar otras medidas, profundos recortes del gasto público y subidas de impuestos, dos caminos que Trump ha evitado tradicionalmente. Así, los aranceles operan también como una vía indirecta de consolidación fiscal que se ajusta mejor a su narrativa política.
El dilema, en definitiva, no es meramente técnico, sino político. La teoría económica sugiere que los aranceles tienden a reducir el bienestar agregado, pero también reconoce que los beneficios del comercio no se distribuyen equitativamente. La ausencia de políticas de compensación y reconversión para los sectores perjudicados ha alimentado el resentimiento hacia la globalización. En este sentido, los aranceles se convierten en una respuesta política a una fractura social que la economía ha ignorado durante demasiado tiempo.
No puede pasarse por alto que detrás de la aparente improvisación o provocación que muchos atribuyen a Trump existe una arquitectura más empresarial que ideológica. Sus movimientos en política comercial, tan disruptivos como extravagantes por las formas, no responden tanto a una lógica vengativa como a una estrategia de reposicionamiento económico.
Puede que a ojos de sus críticos todo parezca una locura, pero como diría Shakespeare en boca de Polonio, no lo llames locura cuando hay método. En esa tensión entre percepción y cálculo radica precisamente el núcleo de una política arancelaria que busca redefinir la relación de Estados Unidos con el mundo desde una lógica eminentemente transaccional.