Donald Trump
Dos mercados bursátiles a ambas orillas del Atlántico, el norteamericano y el español, ofrecen en estos momentos rentabilidades extraordinarias sin que se sepa muy bien qué causas objetivas procedentes de la economía real justifican semejante euforia compartida.
En el caso de los Estados Unidos, la narrativa apologética al uso encuentra la explicación de tal efervescencia apelando a los lugares comunes recurrentes sobre la menor intervención estatal en la actividad productiva privada, los impuestos más bajos que en Europa y el consabido espíritu emprendedor de su sociedad civil frente al burocratizado y esclerotizado Viejo Continente.
En particular, se enfatiza como fruto presunto de ese cúmulo de virtudes colectivas la evidencia estadística de que el crecimiento de la productividad norteamericana es significativamente superior al de Europa y Japón. Más en concreto, se suele subrayar el dato de que la productividad laboral de los Estados Unidos ha crecido tres veces más que la propia de la Eurozona si se toma como referencia temporal la Gran Recesión de 2008.
Y ahí, en el acusado diferencial de productividad, se establece la razón última de esa eclosión de euforia en el Standard and Poor 's 500. Si bien el problema de la narrativa dominante es que se apoya en una verdad a medias, algo peor casi siempre que una mentira pura y dura.
Porque, resultando cierto que la economía norteamericana crece bastante por encima de las tasas que exhiben las otras grandes regiones del mundo desarrollado (China e India juegan en su propia liga), no menos cierto resulta ser que lo logra única y exclusivamente gracias a que sus competidores yacen estancados. No sucede que Estados Unidos ejerza de liebre imparable, es que los otros son tristes tortugas.
Así, y desde 2010 hasta el presente, la única hazaña destacable de la productividad laboral norteamericana ha consistido en desenvolverse de un modo menos mediocre que la canadiense, japonesa y europea. Al punto de que, tal como recordaba el economista de la City Michael Robert en un escrito reciente, la tasa de crecimiento de la productividad del trabajo en Estado Unidos durante el periodo 2006-2018 fue inferior en nada menos que un 50% a la propia de la década de 1990.
Y con el PIB medido en términos reales ocurre otro tanto de lo mismo. El de Estados Unidos se expandía a un promedio rutinario del 4% anual durante las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial; a principios de la nueva centuria, pasó a hacerlo al 3%; tras la Gran Recesión de 2008, la tasa habitual se encogió todavía para situarse un poco por encima del 2%; y ahora, en 2025, el consenso de las previsiones remite a que en diciembre su dilatación podría alcanzar un máximo del 1,9%; modestísimo hito que, sin embargo, representaría el crecimiento más alto entre todos los países desarrollados, acaso con la única excepción de España.
La tasa de crecimiento de la productividad del trabajo en Estado Unidos durante el periodo 2006-2018 fue inferior en nada menos que un 50% a la propia de la década de 1990
Por su parte, nuestro país, con un crecimiento que ya triplica en estos momentos al de Francia, empieza a ser postulado desde ámbitos de la muy decaída y siempre desorientada socialdemocracia continental como un posible modelo a seguir para el resto de la Unión Europea. Sin embargo, la gran velocidad de crucero y aparente solidez de la economía española esconden una trastienda plagada de espejismos numéricos y ficciones estadísticas no demasiado diferentes a los que maquillan y embellecen el mediocre desempeño contemporáneo del sistema productivo estadounidense.
De hecho, contemplada su trayectoria desde una perspectiva temporal que se remonta a 2010, no se observa nada muy especial ni particularmente brillante en la evolución de las cifras macro hispanas.
En concreto, el PIB a cierre de 2024 reflejaba un incremento del 20% en relación a su volumen a finales de 2010. Algo, ese crecimiento diferencial desde el instante álgido, la Gran Recesión, que ni tan siquiera logra igualar el incremento medio logrado por el conjunto de las economías nacionales de los Estados miembros de la UE, patrón estándar que Eurostat cuantifica en el 21%.
De hecho, poco se insiste en que el crecimiento que se observa en la economía española tampoco posee nada de novedoso o de infrecuente. Bastaría a fin de certificar esa evidencia con recordar que durante el largo periodo de 13 años consecutivos que fue de 1995 a 2008, los días de vino y rosas del paradigma del ladrillo, el PIB de España crecía a un ritmo que oscilaba entre el 3% y el 5% anual. Nada nuevo, pues, bajo el Sol.
Pero es que si se observan esos mismos datos agregados desde la perspectiva per cápita, la conclusión se torna desoladora. Pues ocurre que, teniendo en cuenta el volumen de población, el PIB español en dólares constantes todavía hoy resulta ser inferior en casi un 6% al de 2008. Como se ve, un viaje, el nuestro contemporáneo, para el que no hacían falta grandes alforjas.
El PIB español en dólares constantes todavía hoy resulta ser inferior en casi un 6% al de 2008
El PIB de España crece solo porque crece la población laboral ocupada, única y exclusivamente por eso. Punto. No es que hagamos las cosas cada vez mejor y de un modo más eficiente que antes a medida que transcurre el tiempo, es que las hacemos exactamente igual que siempre, pero cada año que pasa empleamos a muchas más personas en su proceso de elaboración.
Y eso puede suponer cualquier cosa excepto un modelo de excelencia a imitar por nadie. Pero el Ibex, al igual que el S&P 500, eufórico. Al respecto, el presidente de Rockefeller International, Ruchir Sharma, que no resulta ser precisamente un antisistema, acaba de manifestar lo siguiente hace pocos días: “Hablar de burbujas en IA ensombrece a la madre todas las burbujas en los mercados estadounidenses. Dominando completamente el espacio mental de los inversores globales, Estados Unidos está sobrecomprado, sobrevalorado y sobrepasado hasta un grado nunca antes visto. Como en todas las burbujas, es difícil saber cuándo estallará esta, o qué provocará su desinfle”. ¿Casandra?
*** José García Domínguez es economista.