
Banderas de Estados Unidos y de China
Vuelve Trump; y con él, la obsesión con China. China logró en un período asombrosamente rápido salir de la miseria autárquica, arrocera y tercermundista para convertirse en la inminente superpotencia emergente del siglo XXI apelando a una fórmula bien simple, a saber: no haciendo caso a nada de cuanto los occidentales les aconsejamos para alcanzar el desarrollo económico; de hecho, aplicaron justo las recetas contrarias.
Así fue como Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, pasó sin apenas solución de continuidad del paternalismo buenista a la inquietud creciente a medida que el alumno díscolo iba convirtiéndose en una amenaza real para su poder hasta entonces incuestionado en los mercados mundiales.
Ese temor, muchas veces inconsciente, es lo que también late tras la tendencia a aferrarse al sesgo de confirmación por parte de tantos analistas apocalípticos, esos que retratan un presente de crisis aguda y un futuro oscuro para la economía china. Ven lo que quieren ver. Es así como se ha convertido ya en un lugar común el relato académico, más tarde popularizado por la prensa, según el cual China atraviesa una muy profunda crisis estructural que la abocaría, en el mejor de los casos, a un estancamiento crónico muy similar al que desde hace décadas sufre Japón.
Los mismos “expertos” que han asistido en primera persona al estallido catastrófico de decenas de burbujas inmobiliarias tanto en Europa como en Estados Unidos y Japón, año tras año, nos alertan de que en China bulle una enorme burbuja a punto de estallar, la misma que nunca estalla. Otra vez el sesgo de confirmación.
China se parece ahora tanto a un país capitalista que en los países de verdad capitalistas hemos perdido de vista que, en realidad, sigue sin ser un país capitalista. Porque, sí, en China están presentes los tres rasgos esenciales que sirven para catalogar a un orden productivo como capitalista: la existencia de la propiedad privada de los medios de producción, una mano de obra libre desde el punto de vista jurídico que puede vender su fuerza de trabajo al mejor postor y, tercero y último, la fijación de la gran mayoría de los precios de las mercancías a través del mecanismo descentralizado e impersonal del mercado.
China se parece ahora tanto a un país capitalista que en los países de verdad capitalistas hemos perdido de vista que, en realidad, sigue sin ser un país capitalista
Sin embargo, en ningún otro país de apariencia formal capitalista ocurre que prácticamente tres cuartas partes del capital agregado de todas las empresas del país resulte ser de titularidad estatal, como tampoco que en torno al 30% del PIB deba atribuirse a compañías de propiedad íntegramente pública. China continúa siendo mucho más comunista de lo que tendemos a suponer en el Occidente colectivo.
Y de ahí que la lógica de funcionamiento interno propia de las economías de mercado no sea de aplicación en su caso. Por lo demás, todas esas fantasías académicas a propósito del pretendido declive chino se compadecen poco con la aséptica evidencia que se desprende de las cifras.
Michael Roberts, veterano directivo financiero en la City de Londres y una de las contadas cabezas pensantes europeas que hoy se atreven a disentir del pensamiento económico único emanado del establishment, enumeró lo que tendría que haber ocurrido en Estados Unidos para que Biden, y no Trump, hubiera ganado las elecciones.
A su juicio, esas condiciones hubiesen requerido que la economía norteamericana presentara una tasa de crecimiento real del PIB durante los últimos cuatro años de un 23%, con un nivel de incremento muy próximo al 5% en 2024; que los salarios, también en términos reales, se hubieran agrandado a un ritmo del 5% anual; y que, en fin, la inflación acumulada durante el cuatrienio de la legislatura no hubiese sobrepasado la barrera del 3,6%.
El problema -concluía Roberts- es que ese somero cuadro macroeconómico no corresponde a los Estados Unidos, sino al desempeño de la República Popular China durante los ejercicios comprendidos entre 2020 y 2024. Unos datos en extremo óptimos a los que no resulta ajena, por cierto, la circunstancia para nada baladí de que Apple, por mencionar sólo una de las decenas de compañías norteamericanas que hacen lo mismo, ensamble sus ordenadores personales precisamente en China. “Voy a forzar a que Apple fabrique sus ordenadores en Estados Unidos, no en China”. Esa frase ya algo antigua la pronunció, allá por 2016, un candidato a la presidencia de los Estados Unidos que respondía por Donal Trump. Y salta a la vista que cuando aquel entonces no cumplió su promesa.
China continúa siendo mucho más comunista de lo que tendemos a suponer en el Occidente colectivo
La cuestión es si lo podría hacer ahora. Dicho de otro modo, ¿resultaría factible revertir el proceso globalizador hasta acabar con él por completo? La respuesta a esa pregunta solo puede ser afirmativa. A fin de cuentas, la globalización no es algo nuevo en la historia del capitalismo. Bien al contrario, ya ocurrió un proceso similar en casi todo durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando la era del patrón oro y las fronteras abiertas. Pero la Gran Guerra lo clausuró de un plumazo, en 1914.
Así las cosas, lo de menos sería forzar a Apple a repatriar sus cadenas de producción y montaje en suelo americano. No, el problema no radicaría ahí. Ocurre, y ese sí sería el problema, que el 60% del comercio mundial está formado por eso que llaman bienes intermedios. Estamos hablando de componentes internos para ordenadores, moldes industriales de metal o plástico y montones de cosas por el estilo, todas ellas sin utilidad directa. Esas cosas se fabrican en Oriente y luego viajan en contenedores hacia su destino final en Occidente.
En consecuencia, la cuestión pertinente consistiría en interrogarse sobre si la economía doméstica de Estados Unidos no sufriría ninguna consecuencia grave en el supuesto de que el 60% del comercio mundial se viera sometido a un colapso súbito? ¿Alguien albergará dudas acerca de la respuesta correcta?
*** José García Domínguez es economista.