Una de las cosas que más puedes comprobar cuando das clase de innovación en un entorno en el que las clases consisten mucho más en conversaciones que en supuestas lecciones magistrales, son las actitudes que generan los casos que utilizas. A lo largo del tiempo, he podido ver cómo algunas compañías eran prácticamente idolatradas para pasar a ser odiadas unos años después, o cómo otras pasaban del entusiasmo a la más total indiferencia.

El caso de Google no es uno de esos. Por lo general, y a pesar de sus múltiples problemas con la legislación antimonopolio, la compañía había logrado mantenerse bastante a salvo de ese fenómeno: en prácticamente todas las discusiones, mis alumnos, generalmente gente de todos los países del mundo, con una media de treinta años y unos ocho de experiencia, repetían el mantra de que la compañía había cambiado el mundo y el acceso a la información, y tendían incluso a disculpar los excesos que obviamente cometía a la hora de competir con otras compañías —excesos que en muchos casos le han valido importantes y muy justificadas multas impuestas por los reguladores.

Este año aún no he comenzado mis cursos, pero tengo verdadera curiosidad por saber cómo va a ser la actitud de mis alumnos ante Google. Fundamentalmente, porque las revelaciones que están saliendo a la luz en el juicio antimonopolio en los Estados Unidos están siendo ya no escandalosas, sino directamente inmorales, atentando precisamente contra todo lo que creíamos sacrosanto en el buscador.

La semana pasada, un anexo proyectado durante una presentación permitió comprobar algo que pocos esperaban: que un algoritmo especialmente creado por la compañía se dedica a alterar las búsquedas tecleadas por los usuarios, en algunas ocasiones para añadir sinónimos que posibiliten la obtención de mejores resultados, pero en muchas otras, para añadir marcas comerciales que generen resultados más susceptibles de ser comercializados.

Básicamente, que uno busca “ropa deportiva”, y el motor añade una marca determinada de ropa deportiva para que sea más probable que hagas clic en los resultados de esa marca y termines comprando algo. Algo que Google siempre había negado, la editorialización de los resultados que denomina “naturales”, es decir, los que vienen directamente de su sacrosanto algoritmo, y que teóricamente siempre respondían al interés del usuario, resulta que ahora sabemos que responden al interés de la compañía por “movilizar” determinadas búsquedas y terminar vendiendo más.

Ahora sabemos que responden al interés de la compañía por “movilizar” determinadas búsquedas y terminar vendiendo más

En el fondo, resulta difícil mantener una postura ecuánime: ahora sabemos no solo que Google no era ningún angelito, y que cuando quitó aquel “don’t be evil” de su cultura lo hizo a conciencia, sino que además, sabemos que ha seguido el mismo camino que prácticamente todas las demás big tech. Esa Facebook, ahora convertida en Meta para que olvidemos la espantosa reputación de una compañía que facilitó la manipulación electoral en múltiples países y llegó incluso a posibilitar un genocidio; esa Amazon en la que ya no hay quien busque ningún producto porque los resultados son una auténtica basura en la que solo aparece el que más paga en lugar de aquello que estás realmente buscando… 

En el fondo, nada que no ocurra también fuera de la red: la frase “ética empresarial” se ha convertido en un oxímoron, en algo completamente imposible. Lo que veas en la publicidad de una compañía, cada vez más, ya no es que sea una media verdad o una leve exageración, es que tiende a ser una mentira como una catedral de grande, que los directivos de las compañías, además, justifican completamente. Da lo mismo lo que te prometan: entre letras pequeñas y medias verdades, la publicidad hace mucho tiempo que se convirtió en un entorno en el que la mentira campa a sus anchas. 

El caso de Google, no obstante, tiene un problema importante: cuando la compañía apareció, la promesa de unos resultados no editorializados era su principal diferencia con respecto a lo que teníamos anteriormente. A lo largo del tiempo, la compañía tomó la decisión de que cualquier promesa podía ser sacrificada en el altar de los beneficios, y al hacerlo, dejó de defender el bien de sus usuarios y pasó a defender únicamente el de sus accionistas, a toda costa, aunque eso redundase en un servicio peor para sus usuarios.

La publicidad hace mucho tiempo que se convirtió en un entorno en el que la mentira campa a sus anchas

En palabras del autor canadiense Cory Doctorow, la compañía experimentó la llamada “enshittification” o degradación de la plataforma: en español, lo más próximo sería decir que se fue “enmierdando”. El término, procedente de un brillante artículo que Doctorow escribió en enero de 2023, tiene ya artículo propio en Wikipedia, y se ha convertido en una forma perfecta de describir lo que le ocurre a muchas compañías fundamentalmente big tech, pero extensible a muchas otras. Una consecuencia de interpretar mal el capitalismo neoliberal de la Escuela de Chicago, que llevaría a las compañías a creer que todo, absolutamente todo es lícito con el fin de dar más valor al accionista.

Para los usuarios, una basura, y sobre todo, una ruptura total de la confianza. Para Google… espero que le haya cundido mucho, porque yo ya nunca miraré los resultados de búsqueda de la misma manera, y probaré todas las alternativas que pueda para tratar de encontrar algo mejor. Tendremos que poner a Google en la misma categoría de sinvergüenzas que ponemos a muchas otras compañías, cada vez a más. La paradoja del capitalismo que devora a sus hijos, de la insostenibilidad de todo un sistema económico. Francamente, una pena.

***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.