La emergencia climática es, sin ninguna duda, el problema más grande al que se enfrenta la humanidad. Por mucho que algunos energúmenos no suficientemente informados lo minimicen o pretendan que el problema no existe, hablamos de un desastre de magnitudes colosales: la especie humana es la única que ha sido capaz de modificar el planeta en el que vive hasta el punto de correr el riesgo de convertirlo en inhabitable, y eso a pesar de ser una especie que únicamente coloniza una pequeñísima capa del mismo.

Sin embargo, y a pesar de que el problema sigue teniendo una importancia crucial, algunas magnitudes parecen indicar que, tras muchos años de procrastinación absoluta, podríamos estar empezando a actuar colectivamente con un mínimo de sentido común de cara al futuro. Nuestros grados de libertad son indudablemente menores cada minuto que pasa, pero los datos de emisiones apuntan a que, cuando menos, estamos en vías de ser capaces de solucionar el problema.

Tras el parón que supuso la pandemia, que en el fondo es poco más que un pequeño bache en una evolución que ha duplicado nuestras emisiones en los últimos cuarenta años, las emisiones en 2022 fueron las más elevadas de la historia. Pero muchos países han comenzado a frenarlas o al menos a estabilizarlas, y todo apunta a que el máximo tendrá lugar en torno a 2025, para comenzar a partir de ahí su declive. Los Estados Unidos alcanzaron ese máximo en 2005 y han decrecido un 10% desde entonces, y tanto Rusia como Japón o la Unión Europea han logrado también detener su crecimiento

China o India son países que, por su dinámica de crecimiento, llevan otro ritmo y continúan incrementando fuertemente sus emisiones, pero se han comprometido a alcanzar la neutralidad en torno a 2050. Tarde, pero posiblemente asumible si otros países logran compensar con sus reducciones.

De hecho, China está multiplicando su esfuerzo en el desarrollo de energías renovables de manera muy clara hasta el punto de haber cuadruplicado su capacidad instalada a lo largo de la última década y de convertirse en el mayor mercado del mundo para el vehículo eléctrico, lo que anima a pensar en un cambio de enfoque.

China está multiplicando su esfuerzo en el desarrollo de energías renovables de manera muy clara hasta el punto de haber cuadruplicado su capacidad instalada a lo largo de la última década

Por otro lado, el crecimiento económico es cada vez menos dependiente del consumo de combustibles fósiles, lo que marca el verdadero alcance de la transición tecnológica: por mucho que algunos agoreros planteasen, la electrificación en base a la generación renovable está logrando que podamos plantearnos seguir creciendo, pero sin incrementar nuestras emisiones. Muchos países desarrollados están alcanzando ese crecimiento sin más emisiones, y el reto ahora consiste en conseguir que otros países con menores tasas de desarrollo puedan hacer lo mismo.

¿Quiere decir esto que podemos de alguna manera relajarnos y empezar a mirar el problema de la emergencia climática por el espejo retrovisor? En modo alguno. El propio término emergencia climática, que algunos intentaron desvirtuar con denominaciones más “neutras” como calentamiento global o cambio climático, lo deja muy claro: seguimos estando ante una emergencia en todos los sentidos, y las emergencias requieren precisamente lo que su nombre implica: medidas excepcionales y cambios en lugar de continuismo. Si alguien piensa que eludir una amenaza tan grande como la que tenemos encima va a poder hacerse sin cambios y sin sacrificios, puede ir olvidando esa idea.

La realidad es que el progreso climático tiene que continuar, y tiene que tener lugar, además, más rápido si queremos evitar un desastre. En realidad, el desastre, como podemos ver todos los años con el fuerte incremento de catástrofes naturales como inundaciones, incendios o huracanes, ya está aquí, y lo que ocurre es que simplemente hemos aceptado que son las reglas del juego y que, básicamente, le toca a quien le toca, aunque ese reparto sea completamente carente de toda justicia porque tiende, sobre todo, a caer allá donde las emisiones han sido históricamente más bajas y donde menos preparados están para afrontar las consecuencias.

En la práctica, el objetivo que se planteó en el Tratado de París de mantener el incremento de temperatura por debajo de 11.5ºC sobre los niveles preindustriales es aún alcanzable, pero está haciéndose cada vez más complicado debido a la lentitud con la que estamos alcanzando los objetivos.

Y esos 1.5ºC no garantizan nada: podríamos perfectamente quedarnos en un nuevo equilibrio con un número mucho mayor de catástrofes naturales, o incluso evolucionar a situaciones poco imaginables si la concentración de dióxido de carbono en los océanos, o la evolución de ecosistemas como las tundras o los polos sigue cambiando para peor. Pero si no somos capaces de contener ese incremento y termina situándose por encima de los 1.5ºC, las consecuencias podrían ser mucho peores, y completamente desconocidas.

¿Conclusiones? Pocas cosas son más importantes ahora que la transición energética y la descarbonización, y vale la pena poner todo lo que esté en nuestras manos para que se produzcan lo más rápido posible. Ni consideraciones estéticas, ni cortoplacismos, porque simplemente ya no tenemos esos grados de libertad. Que la cercanía de la meta no nos confunda: seguimos en una emergencia, aunque pocos se comporten como si estuvieran en ella. Toca seguir evolucionando.