Por qué ha fallado el modelo chileno de pensiones

Por qué ha fallado el modelo chileno de pensiones

La tribuna

Por qué ha fallado el modelo chileno de pensiones

El autor reflexiona sobre el futuro del sistema de pensiones en Chile y cuáles han sido las causas que han provocado su caída.  

26 diciembre, 2021 06:54

Dos utopías herederas del espíritu de la Ilustración, aquella mutación apenas secularizada del mesianismo bíblico, el socialismo revolucionario y el neoliberalismo no menos revolucionario que heredó el ímpetu prometeico del primero tras el derrumbe del bloque comunista en 1989, han protagonizado el pensamiento político de Occidente - y no sólo de Occidente- durante los últimos cien años.

Y si el espacio físico donde se constató el definitivo fracaso del socialismo que se llamaba a sí mismo científico fue el que delimitaban las lindes fronterizas de la difunta Unión Soviética, Chile alojó el escenario de la final decadencia crepuscular de esa otra quimera ilustrada, la que también prometía la plenitud de las sociedades humanas, pero por la vía de extender hasta sus últimas consecuencias lógicas el predominio sin límites ni cortapisas del libre mercado. 

América Latina posee una larguísima tradición de carniceros que, tras el preceptivo golpe de Estado, implantaron autocracias llamadas a pasar al olvido tras la siguiente asonada insurreccional. La del general Pinochet habría sido una más entre tantas de no haber sido por los doctrinarios monetaristas de la Universidad de Chicago que convirtieron el país en el laboratorio experimental de un nuevo paradigma económico que hubiese devenido por entero incompatible con el sufragio universal. De ahí que el retorno de la democracia a Chile conllevase también su progresivo e inevitable desmantelamiento.

Los doctrinarios monetaristas de la Universidad de Chicago convirtieron Chile en el laboratorio experimental de un nuevo paradigma económico

Por lo demás, de todas sus grandes transformaciones políticamente inviables sin la existencia de una dictadura, la sustitución del modelo clásico de reparto por otro de capitalización fue, sin duda, la que más atención despertó entre los observadores externos. Una atención que, al modo de lo que suele ocurrir con todos  los cambios políticas radicales, y el de las pensiones no deja de ser un asunto esencialmente político, resulta difícilmente disociable de la muy profunda carga ideológica que impregna siempre los análisis de su eventual eficacia técnica. 

El célebre modelo chileno de pensiones está asistiendo con toda probabilidad a su eclipse definitivo con la llegada de Boric a la Presidencia de la República. Pero el inicio de su lento ocaso había comenzado mucho tiempo atrás. Al punto de que se antoja legítimo afirmar que hace casi 14 años, en 2008, fue abandonado su espíritu fundacional después de añadirse los primeros parches estatales a sus cimientos financieros. Aquellos que volvían a reintroducir crecientes aportaciones de dinero público en sus arcas a fin de complementar el manifiesto raquitismo de las jubilaciones que el régimen privado de capitalización pura se mostraba capaz de ofrecer al grueso de sus cotizantes.

El modelo de pensiones públicas basadas en el régimen de reparto que impera en los países europeos, el mismo con que contaba Chile en su día, se implementó entre finales del siglo XIX y principios del XX (en España data de 1908) por una razón muy prosaica que tenía que ver con las perentorias necesidades de recursos dinerarios de los gobiernos en unos tiempos en los que aún no se había asentado la fiscalidad progresiva. 

Y es que el modelo de reparto ofrecía a esos efectos una ventaja evidente. En un mundo, el de ayer, en el que se tenían muchos hijos, o sea muchos futuros cotizantes, y en el que la esperanza de vida posterior al retiro muy raramente superaría los diez años, el modelo supuso una forma de financiación gratuita para los estados. De ahí el entusiasmo que, uno tras otro, mostraron los distintos poderes políticos de la época por él.

El modelo de reparto ofrece una ventaja evidente: en un mundo en el que se tenían muchos hijos y con una esperanza de vida corta, supuso una forma de financiación gratuita para el Estado

Pero, una vez implantado y consolidado, el sistema de reparto ya no tiene vuelta atrás, al menos en democracia. Y no la tiene por la inasumible desmesura de los enormes costes asociados a la transición hacia el sistema alternativo de capitalización.

Imaginemos el caso de España. Si los cotizantes actuales a la Seguridad Social, en lugar de transferir cada mes una parte de sus salarios a los jubilados actuales, ingresaran ese mismo dinero en algún fondo de pensiones individual, el Estado español tendría que suplirlos asumiendo el coste íntegro de las pensiones vigentes durante, al menos, un par de decenios. 

Eso mismo, a Chile le ha costado nada menos que el 136% del PIB. Una cantidad que ha habido que restar de otras partidas, léase sanidad, educación, infraestructuras… Algo imposible sin un Pinochet al mando. ¿El resultado? Transcurridos más de siete lustros desde su puesta en marcha, en torno al 90% de los perceptores de jubilaciones en Chile cobran una pensión que no llega a los 213 euros al mes, cantidad equivalente a apenas dos terceras partes del salario mínimo vigente en el país.

Se trata de una cifra muy lejana a la promesa inicial de que aportando a los fondos privados de gestión un 10% del salario mensual durante la vida laboral, las cantidades a ingresar tras el retiro equivaldrían al 80% del monto de la última nómina. Es decir, unos 800 euros mensuales en promedio para cada acogido al sistema. Hasta ahí, decepcionantes los números. 

Transcurridos siete lustros desde su puesta en marcha, el 90% de los perceptores de jubilaciones en Chule cobran 213 euros al mes

Pero, ¿significa eso que el modelo de capitalización ha supuesto un absoluto fracaso en la práctica? Desde la honestidad intelectual, no creo que se pueda afirmar tal cosa. Pese a las altas comisiones que cobran las compañías que administran el dinero de los fondos, la rentabilidad media de sus inversiones en acciones y deuda pública chilena ha sido, en general, muy aceptable, próxima al 12% anual antes de la crisis.

El problema no ha residido tanto en el modelo particular de pensiones como en el modelo económico de Chile en sí. Un modelo incapaz de superar la contradicción promovida por él mismo, a saber: sus padres intelectuales implantaron un orden de relaciones laborales completamente libertario, desregulado y sin ninguna garantía legal de estabilidad en el empleo para los asalariados.

Al mismo tiempo, forzaron la creación de un sistema de pensiones que única y exclusivamente podría haber funcionado bien en un entorno de seguridad en el empleo promovida y amparada por la legislación estatal. Y el resultado final de esa esquizofrenia ideológica, ¡ay!, son esos 213 euros.

***José García Domínguez es periodista y economista.

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