Hace unos días, el Wall Street Journal comparaba la China de hoy con el Japón de 1989: un país en espera de una crisis. El asunto no es novedad: ya hace veinte años que esa comparación es evidente. El problema no es verla venir, sino detectar el momento preciso en el que se va a desencadenar. Y eso es bastante más complicado: China tiene recursos políticos, militares y financieros de los que carecía Japón. China puede exportar la crisis militarmente. Japón, desarmado desde la II Guerra Mundial, no podía. China tiene, además, un sistema autoritario que lo mismo es esencial para su fortaleza como está escondiendo su debilidad.

La mejor bola de cristal para ver el futuro es comprarse un libro de historia. Y saber hacer las adaptaciones que correspondan. Además de contar con esa parte aleatoria que puede, y suele, descabalar todo pronóstico.

Mientras la crisis en China se hace esperar, a pesar de los brotes de inestabilidad en su mercado inmobiliario, la Segunda Guerra Fría continúa, sin que Occidente sepa muy bien a qué atenerse.

El gobierno de Joe Biden, por iniciativa del senador demócrata Ron Wyden, está considerando la posibilidad de imponer un impuesto a las plusvalías no materializadas. No es nada nuevo: Roosevelt hizo en 1936 algo parecido al aprobar un impuesto sobre los beneficios no distribuidos de las empresas.

Mientras la crisis en China se hace esperar, a pesar de los brotes de inestabilidad en su mercado inmobiliario, la Segunda Guerra Fría continúa

No está claro si eso contribuyó a precipitar la recesión de 1937. Es lo que pasa con los impuestos. O con la subida del salario mínimo. O con el incremento de los trabajadores disponibles por causa de la inmigración: nunca se sabe con certeza qué es lo que va a suceder. Lo han contado muy bien y con sus experimentos diseñados los premios Nobel de Economía de este año. Ni en Florida bajaron los salarios a pesar de la llegada de Cuba de los "marielitos", ni la subida del salario mínimo causó efectos negativos en un condado norteamericano frente a la situación en otro vecino que no lo subió.

Tampoco la incorporación de las mujeres al mundo laboral ha provocado los efectos negativos que aborrecían los sindicatos en el siglo XIX. Lo ha contado de manera descarnada el pensador y marxista "sui generis" Immanuel Wallerstein. Decían entonces los sindicatos lo que nos parece una abominación ahora. Según ellos, a las mujeres se les pagaba un salario inferior y eso representaba un peligro para el nivel salarial general.

En la Primera Internacional, dividida sobre el tema, el representante de Lasalle propuso prohibir el empleo femenino, basándose en la "protección" de las mujeres (para los incrédulos: pag. 277 del cuarto libro de la cuatrilogía de Wallerstein publicada por Editorial Siglo XXI: El Moderno sistema Mundial).

Todo esto, que pone los pelos de punta hoy, era moneda corriente hace poco más de cien años y muestra cómo, economistas, sindicalistas etc. se equivocaban por elevar a categoría lo que parecería sentido común. El mismo sentido común que se sigue aplicando a muchos problemas, normalmente con ánimo de generalizar.

No es otra cosa lo que hacían, hasta que llegó Galileo a desengañarlos y humillarlos (ganándose con ello las antipatías generalizadas que crearon el ambiente propicio para entregarlo a la Inquisición) los profesores de la Universidad de Pisa, que enseñaban a sus alumnos lo que estos intuitivamente ya sospechaban: que si se dejan caer dos objetos de diferente peso, el más pesado llega al suelo antes que el de menor peso. Pero Galileo les descubrió, a ellos y al resto del mundo, que esa afirmación de Aristóteles era falsa y que, en el vacío, ambos llegarían al suelo al mismo tiempo.

El gobierno Biden, urgido por su senador demócrata, quiere aplicar ahora a las ganancias de capital no materializadas lo que ya les hizo Roosevelt a los beneficios empresariales no distribuidos: imponerles un impuesto. Es fruto de la desesperación por encontrar ingresos para el Estado en un momento en que los estímulos monetarios (transformados en estímulos fiscales) empiezan a decrecer, mientras se evidencia que, en cualquier caso, su impacto es cada vez menor.

Aunque la historia está plagada de ejemplos en los que inspirarse para evitar los errores que otros cometieron en circunstancias parecidas, los gobiernos están decididos a repetirlos

Es decir, los gobiernos buscan por encima de todo lo que han buscado siempre: más ingresos por impuestos y la contención de los precios para evitar el malestar social, y, aunque la historia está plagada de ejemplos en los que inspirarse para evitar los errores que otros cometieron en circunstancias parecidas, los gobiernos están decididos a repetirlos.

Recientemente hemos visto a Pedro Sánchez enfrentarse con las empresas eléctricas y sobre todo con otro Sánchez, el Sánchez Galán de Iberdrola (¡que 2021 tan cacofónico: la pelea de Sánchez contra Sánchez y el ascenso de una Díaz en U. Podemos y otra Díaz en el PP…). Y todo por el precio de la electricidad.

Otro presidente demócrata, John F. Kennedy, pasó uno de los momentos más duros de su mandato por el enfrentamiento con la industria del acero, que quería subir los precios un 6%. Ganó Kennedy, pero dejó muchos pelos en la gatera, y el escarmiento para no repetir batallas de ese tipo. Las Bolsas cayeron un 27%. Cuando la crisis de los misiles en Cuba que llevó al mundo al borde del holocausto nuclear solo bajaron un 5,3%.

Cuando los gobiernos quieren forzar mucho las cosas, suelen suceder acontecimientos similares. Pero no hay que devanarse mucho los sesos para ver cómo corregir eso, ya que los gobiernos seguirán actuando siempre igual: lo llevan en su ADN.

Entretanto, nuestros pronósticos más recientes van bien encaminados, de momento: el gas natural se aleja de su precio máximo del año, retrocediendo a 4,78 dólares por millón de unidades térmicas británicas (una bajada del 26%). El precio del oro sube y ya acumula una revalorización del 6,26% desde que hicimos el pronóstico. Las Bolsas siguen subiendo más de lo pronosticado aquí para este año, y el euro, ¡ay, el euro! se deprecia frente al dólar y cotiza en 1,14 dólares, lo que, para desesperación de transportistas y conductores en general, encarece la factura energética ya que todas las materias primas cotizan en dólares.

También para contrariedad del gobierno, que ya está rezando a los fondos Next Generation, igual que rezaban los Apóstoles en el Mar de Tiberíades o Lago de Genesaret: ¡Sálvanos Señor, que perecemos!