Normalmente, las expansiones económicas que sobrepasaban sus límites lo hacían con una subida de los precios (IPC) que los bancos centrales intentaban cortar mediante la subida de los tipos de interés. Esa subida, al encarecer los préstamos a familias y empresas, terminaban por provocar el retroceso de la producción y del consumo (además de provocar quiebras empresariales y personales) lo que daba al traste con el ciclo expansivo y, después… vuelta a empezar. 

En esta ocasión los bancos centrales se han acomodado a lo que hace solo diez años era un sacrilegio para ellos y parecen decididos a no subir los tipos de interés ni así los aspen. A esa postura contribuyen diversas corrientes que son el sello de nuestra era: 

El temor a que una subida de tipos de interés pudiera ser prematura y que esa medida pusiera fin a este proceso expansivo que apenas se puede llamar nuevo ya que, según el National Bureau of Economic Research (que es quien fija el inicio y final de las contracciones económicas en EEUU) la recesión última allí ha sido la más corta de la historia, pues duró solo dos meses (marzo y abril del año pasado).

La sensación que ahora tienen los bancos centrales es de que han sido los salvadores del mundo ya en dos ocasiones y que, por tanto, eso les da un aura de santidad que les permite cualquier extravagancia

A eso se añade el temor a que la subida de tipos de interés provoque una caída del precio de los activos financieros e inmobiliarios que se retroalimente a sí misma y termine por hacer el trabajo de acabar con la expansión económica de manera más precipitada de lo que sería un desarrollo “normal” de los acontecimientos.

La sensación que ahora tienen los bancos centrales (Reserva Federal y BCE, sobre todo, pero también Banco de Inglaterra y otros) es de que han sido los salvadores del mundo ya en dos ocasiones y que, por tanto, eso les da un aura de santidad que les permite cualquier extravagancia.

Así, se están metiendo en camisas de once varas como hablar de la lucha contra el cambio climático, la desigualdad social, etc., como si no fueran un organismo técnico (y, por tanto, no surgido de unas elecciones) olvidándose de que esos temas tienen que dejárselos a los políticos que son quienes, acertada o erróneamente, tomarán decisiones por las que pagarán o serán premiados en las elecciones siguientes.

Que en algunos casos los bancos centrales aborden el tema de la desigualdad parece un sarcasmo puesto que ellos con sus políticas monetarias más recientes son los responsables de la mayor componente de la desigualdad: es la bajada de los tipos de interés hasta 0% lo que ha provocado un aumento sideral de la “desigualdad financiera”, entendiendo por ésta la que surge de que, quienes tienen compradas acciones en Bolsa se enriquecen con la mera subida de éstas, mientras que quienes no tienen patrimonio financiero en acciones al que agarrarse se quedan en el mejor de los casos como estaban.  

Bien es verdad que la alternativa probablemente sería peor: la bajada de los tipos de interés a cero, junto con las inyecciones de liquidez, ha permitido que las economías de gran parte del mundo reaccionaran expandiéndose en 2009, 2012, 2016 y 2020-2021, lo que ha evitado que cayeran en la pobreza quienes no tienen ahorro acumulado con el que sobrevivir, y que las clases medias pudieran pagar sus hipotecas

De modo que los bancos centrales han dado prioridad a lo más urgente: la lucha contra la pobreza frente a la lucha contra la desigualdad, un dilema que se ha convertido en el verdadero nudo gordiano de la economía global en este momento y que, antes o después, por vía del malestar social, se va a manifestar como uno de los diferentes callejones sin salida en que estamos atrapados.

Esa manera de procrastinar de los bancos centrales traerá consecuencias económicas y sociales

De ahí que, a la vez que los bancos centrales son dignos de alabanza por haber elegido lo urgente (la lucha contra la pobreza de corto plazo) en vez de lo que sería más correcto pensando en plazos más largos, hay que censurarles por esa actitud que mantienen “a lo Escarlata O’Hara (“Lo que el Viento se Llevó”) cuando se plantean la reducción de los estímulos y terminan aplicando el conocido criterio de esa heroína de ficción: “Creo que lo pensaré mañana”.

Esa manera de procrastinar de los bancos centrales traerá consecuencias económicas y sociales, a no ser que les salve (nos salve) la campana, de la que hablaremos más abajo.

En todo caso, la velocidad a la que han estado creciendo las economías desde el tercer trimestre del 2020 puede terminar provocando el propio estrangulamiento del ciclo económico expansivo, igual que solían provocarlo en otros tiempos las subidas de los tipos de interés.  

Tal y como comentábamos la semana pasada el descoyuntamiento (en sentido figurado) de las cadenas de producción, transporte y distribución globales ya está creando graves problemas a lo largo y ancho de la economía global.

Como ejemplo más cercano, el de Alemania, que ve como su industria automovilística se resiente por la falta de semiconductores, algo que también se manifiesta en Japón, donde en julio ha caído la producción industrial (y eso que en Japón lo han podido compensar parcialmente con la fabricación de chips y máquinas para producir chips).

Esta visión amenazante de que el desajuste entre la capacidad utilizada de unos sectores industriales y otros pueda tener efectos secundarios similares a lo que sería una subida de tipos de interés permea en este momento buena parte de los comentarios, a la vista de que la desaceleración de las economías ya da síntomas preocupantes.

Con el agravante de que los bancos centrales no pueden venir esta vez en nuestra ayuda: aunque pueden crear dinero de la nada, no pueden crear chips de la nada.

¿Y cuál es la campana (del ring) que podría salvarnos a medio o largo plazo? Un gran salto de productividad.

La digitalización acelerada provocada por la Covid-19 muy bien pudiera estar llevando a la economía global a esa nueva situación que serviría para superar el callejón sin salida actual

Durante años he venido planteando que, tras la última recesión que se produjera en la década pasada vendría un largo período de prosperidad gracias a los incrementos de productividad que vendrían de la mano del uso y abuso de las nuevas tecnologías.

Pero la tesis tenía un punto flaco: las nuevas tecnologías llevaban más de veinte años acumulando avances sustanciales sin que los aumentos de productividad dejaran de ser mediocres.

Pues bien, aunque todo esto aún está en mantillas, esos saltos de productividad parece que ya están aquí: una empresa de análisis de EEUU (el Conference Board) así lo ha detectado. Los autores de un estudio (Ataman Ozyildirimy y Klaas de Vries) calculan que la productividad total de los factores de la producción podría subir este año un 0,3% para la economía global y 2,4% para la de EEUU, tras haber caído 1,9% y 0,8%, respectivamente, en el año 2020 y no haber crecido casi nada en la década anterior. 

En la misma línea de aumentos de la productividad como consecuencia de los efectos de la pandemia, la OCDE proyecta que la productividad por hora trabajada en EEUU habrá crecido un 6,7% para el período de tres años que va de finales de 2019 a finales de 2022, lo que duplica el crecimiento de los tres años anteriores.

Es pronto para echar las campanas al vuelo, pero la digitalización acelerada provocada por la Covid-19 muy bien pudiera estar llevando a la economía global a esa nueva situación que serviría para superar el callejón sin salida actual: no hay que olvidar que la productividad total de los factores es la medida de la eficiencia económica y de la innovación, y permite que puedan subir a la vez salarios y beneficios empresariales sin provocar la subida de los precios.