Hay una frase muy conocida de George Santayana que goza de un éxito espectacular a la hora de las citas: "los que olvidan el pasado están condenados a repetirlo". Yo añadiría: "y los que no lo olvidan, también".

George Santayana fue un filósofo nacido en España (su padre era de Zamora) que creció y triunfó en EEUU, aunque siempre se sintió un poco "malagusto" allí. Probablemente habrá pasado a la historia por esa frase.

El problema es que la frase genera falsas expectativas pues hay algo inexorable y es que los cambios de generación hacen que todo se olvide. O que, aunque no se olvide, la generación "que manda" en cada momento siempre creerá que es más lista que las anteriores y que no caerá en los mismos errores que ellas. ¡Ilusión vana!

Para ilustrar que esto es así no hay como recurrir a las crisis en los mercados financieros que, por su espectacularidad, son como los fuegos de artificio de las crisis económicas, dado lo rutilante de todo lo que sucede en ellos, lo que los convierte en el epifenómeno de las crisis.

Y no porque en los mercados no trabaje buena parte de lo más cualificado y brillante de cada generación, bien haciendo trabajo comercial, bien como responsables máximos de los principales bancos de negocios, bien como rocket scientists (¡científicos de proyectiles!) que es como se denominó a los matemáticos y físicos que empezaron a trabajar en Wall Street en los años 1980s y que, desde entonces, no han parado de acumular influencia y, en algunos casos, poder (y desastres).

También allí trabajan parte de los más ambiciosos. Sin embargo, con cierta regularidad se reproducen las "crisis financieras", como si el mundo de las finanzas en vez de estar en manos de los más cualificados estuviera manejado por los más lerdos.

Con cierta regularidad se reproducen las 'crisis financieras', como si el mundo de las finanzas estuviera manejado por los más lerdos

Tras la crisis de 2008 a nadie hay que explicarle que a los mercados financieros se les puede aplicar el dicho malicioso de los franceses sobre sus reyes: "los Borbones ni olvidan nada ni aprenden nada" (lo mercados ni olvidan nada ni aprenden nada). Y no es que los desastres le sucedan solo a un pobre operador de Bolsa aislado en su cubículo, sino a los más ilustres y llamados a gobernar el globo en términos financieros.

Así, desde el Fondo Monetario Internacional, en 2005-2006, se alababa la creación de los productos financieros, que tres años después serían llamados 'tóxicos', porque repartían el riesgo por todo el ancho mundo, reduciendo, de esa manera, decían ellos, la probabilidad de un "accidente". El resultado fue la quiebra súbita del sistema financiero mundial.

¿Olvidaban el pasado los analistas y directivos del FMI? No. Seguramente no hay ninguna profesión como la de analista financiero, sobre todo en el mundo anglosajón, donde se tenga tanto en cuenta los precedentes históricos como fuente de inspiración, tanto para prever las crisis como para intentar sortearlas. Pero parece que la maldición persiste: quienes no olvidan la historia, también están condenados a repetirla.

Por citar ejemplos concretos, hay uno, muy destacado: el de la Ley Glass-Steagall, que se implantó en EEUU en 1933 para intentar evitar que, en las catástrofes financieras, los riesgos que tomaban los bancos de negocios se llevaran por delante también a los bancos comerciales (donde los ciudadanos depositaban sus ahorros).

Pues bien, esa cautela pareció progresivamente innecesaria a lo largo de los últimos años 80 y 90 por lo que en 1999 la Administración Clinton decidió que había que derogarla. ¿Y quien fue la mano ejecutora de aquello? Una de las mentes más brillantes de aquellos y de estos años, el Secretario del Tesoro, Larry Summers.

Desde la pasada crisis financiera de los años 2007-2009 se han tomado cautelas también, pero la vuelta de los 'productos tóxicos' ya es un hecho 12 años después, si bien, por ahora, como no se han vendido al por menor y como la crisis no ha sido provocada por un fenómeno financiero, sino por la pandemia covid-19, están lejos de los focos.

O, dicho de manera más general, el efecto del sobreendeudamiento que dotó de enorme gravedad a la última crisis financiera ha vuelto a repetirse recientemente aun cuando haya quedado esta vez neutralizado por la rapidez con que han actuado los bancos centrales, lo que no impidió que en la segunda y tercera semana del mes de marzo pareciera que se iba a hundir el mundo.

A pesar de todo, sí que hay un resquicio de esperanza de que la historia no se reproduzca automáticamente y de idéntica manera una y otra vez, y ese resquicio lo proporciona una palabra mágica: la "prosperidad".

La parte más siniestra de la historia parece que puede evitarse cuando los pueblos se vuelven prósperos. Un ejemplo de ello son los Estados Unidos de América, que se pasó el siglo XIX en guerra con México y en guerra consigo mismos (la Guerra de Secesión). Ahora algo así sería inconcebible, a pesar de lo tentador que podría resultar unir Alaska con el resto del país apoderándose de Canadá.

Otro tanto podría decirse de la Unión Europea: después de tres guerras en setenta años entre Alemania y Francia, ¿alguien podría pensar en cambiar la prosperidad actual por una guerra más? O, mucho más cercano, España.

Cuando se miran las imágenes de los tiempos de la segunda República la explicación del por qué de una guerra civil aparece bastante clara: la pobreza. Por eso parece evidente que la prosperidad es la madre de la paz y, consiguientemente, la clave de que la historia no vuelva a repetirse.

Cuando se miran las imágenes de los tiempos de la segunda República la explicación del por qué de una guerra civil aparece bastante clara: la pobreza

Ahora, tras la pandemia y su impacto negativo en las economías de todo el globo, la pregunta vuelve a su verdadero lugar de origen: ¿va a alterar esta crisis las expectativas de un futuro brillante y próspero? Lo más probable es que no, gracias a la rápida reacción de los bancos centrales y de los gobiernos.

A pesar de las dificultades y, en el caso de España, a pesar de la crisis institucional, que se ha presentado en el peor de los momentos y que, irónicamente, por lo que tiene de opereta, recuerda, ¡cómo no!, otros momentos de nuestra historia.

Y es que algo parecido a lo que sucede ahora lo vivió la otra rama española de los Borbones con aspiraciones al trono, la carlista, en 1849. El pretendiente carlista de entonces a la corona de España era el Conde de Montemolín (se llamaba Carlos Luis María Fernando de Borbón y Braganza).

Durante su exilio en Londres tuvo un romance con la Condesa de Cardigan, Miss Horsey de Horsey (a la que la reina Victoria de Inglaterra proscribió de la Corte) y llegó a perder tanto la cabeza por ella que los carlistas, desesperados porque el pretendiente no se centraba en lo que debía, llegaron a apodarla "la Dalila que ha acabado con el carlismo".  

La Historia, que siempre se repite, aunque sea rimando en asonante, nos está castigando en este momento con una ¿falsa? princesa extranjera a la que esperemos que no haya que terminar apodando "la Dalila" de la Constitución Española.