Torres eléctricas

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Truco o trato eléctrico

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El pasado viernes, víspera de Halloween, la CNMC hizo público su plan de mejora de la rentabilidad reconocida a las redes eléctricas hasta el 6,58%. Fue un gesto bien calibrado, pues las grandes eléctricas comunicaron en las jornadas previas unos colosales beneficios.

La escasa mejora sobre el 6,46% se presenta como un gesto de equilibrio, aunque apenas altera la fotografía de fondo. La noticia llega en un momento paradójico, cuando las eléctricas registran resultados récord y el Gobierno presume de defender al consumidor.

La portada de Expansión de ese mismo día lo reflejaba con claridad. “Las eléctricas lograrán un beneficio histórico de 11.000 millones pese al apagón”. Endesa, Naturgy y Redeia disparan sus resultados y con ello refuerzan sus dividendos.

El Ejecutivo ha convertido esos números en argumento político. Si el sector gana más que nunca, tiene margen para asumir menor rentabilidad. El populismo energético siempre encuentra un enemigo útil, aunque la cuestión no es quién gana más, sino quién invierte más.

Las redes eléctricas continúan siendo el eslabón débil de la cadena. De ellas depende la electrificación, la integración de renovables y la capacidad de alimentar la nueva demanda industrial. Sin embargo, España destina solo un 0,2% del PIB a inversión en redes, menos de la mitad que Alemania o los Países Bajos.

Las cifras de ejecución en redes siguen por debajo de los objetivos de transición

En un país que aspira a convertirse en nodo energético, esa cifra sigue siendo insuficiente. La CNMC puede argumentar que elevar la tasa al 6,58% equilibra el retorno con la protección al consumidor, pero el desfase con Europa —donde la rentabilidad media se mueve entre el 7% y el 8%— continúa siendo considerable.

Cada punto básico adicional de rentabilidad reconocida sobre la red equivale a unos 2,5 millones de euros anuales, de modo que el diferencial entre el nivel español y el que reclaman las eléctricas, en torno al 7,5%, representa unos 200 millones de euros al año. Esa brecha, lejos de ser anecdótica, explica por qué parte del capital prefiere dirigirse a mercados donde el retorno regulado compensa mejor el riesgo y la inversión fluye con mayor estabilidad.

También es cierto que el sector no puede reclamar incentivos mientras exhibe beneficios históricos y mantiene generosas retribuciones al accionista. La rentabilidad regulada no puede convertirse en un refugio cómodo.

Si el marco español se percibe como más exigente, las compañías deberían demostrar que esa exigencia no se traduce en menor inversión. Las cifras de ejecución en redes siguen por debajo de los objetivos de transición, y el discurso corporativo suena más a queja preventiva que a compromiso real.

Aun así, conviene recordar que las eléctricas valoran el largo plazo como fuente esencial de rentabilidad. Su negocio depende de la estabilidad y de decisiones que se amortizan en décadas, no en trimestres. Es cierto que hoy ganan, y mucho, pero el sistema que sostienen actúa como garante de calidad y continuidad para millones de consumidores.

España no será una potencia tecnológica global, pero dispone de recursos para consolidarse como un gran nodo energético europeo

Las demandas del sector no se centran tanto en el beneficio inmediato como en asegurar la viabilidad futura de las redes, algo que debería importar tanto al Gobierno como al ciudadano. El juicio político, inevitablemente cortoplacista, se ampara en la narrativa del “ganan mucho e invierten poco”, un mensaje tan popular como simple que termina debilitando la credibilidad regulatoria de un país que necesita más inversión, no más ruido.

El debate va más allá de los porcentajes. España no será una potencia tecnológica global, pero dispone de recursos para consolidarse como un gran nodo energético europeo. Tiene sol, viento y empresas competitivas, aunque la geografía y la política siguen jugando en contra.

Las interconexiones con Francia apenas cubren un 3% de la demanda, Argelia prioriza su gas hacia Italia y Marruecos, que fue socio energético, se ha distanciado diplomáticamente. España genera más energía de la que puede exportar y lo que no se vende pierde valor.

El reto no pasa solo por cuánto se remunera la inversión, sino por crear un marco estable que conecte esa energía con la industria y el empleo. Las eléctricas lo saben y han expresado su disposición a invertir siempre que las reglas sean previsibles, que se reconozcan los riesgos de financiación y que la normativa no cambie con cada legislatura. En este sector, la confianza pesa más que un punto de retorno.

El Gobierno debería entender que la estabilidad regulatoria no es una concesión a las empresas, sino una política de Estado. No se trata de dirigir, sino de acompañar.

España necesita infraestructuras sólidas y decisiones que trasciendan el corto plazo. Y el sector debe demostrar que la prosperidad no solo se mide en dividendos, sino también en su capacidad para transformar beneficios en progreso.

La transición energética no depende tanto del porcentaje de rentabilidad como de la coherencia entre política, regulación e industria. El ciudadano acaba pagando la factura de ambos excesos, el político que legisla al ritmo del titular y el empresarial que confunde rentabilidad con derecho adquirido.

España tiene la energía, el capital y el talento necesarios para hacer de su red eléctrica un activo estratégico de primer orden. Falta que las decisiones acompañen esa posibilidad con visión, rigor y estabilidad.