Donald Trump
La historia económica de lo que llevamos de 2025, expuesta por una persona que no está en nómina de una gestora de fondos bancaria, de una banca privada o de un think tank de bandera, se resume en una palabra: aranceles.
No por su impacto directo —que ha sido más teatral que contable— sino porque han funcionado como una gigantesca palanca de psicología inversora. El “Liberation Day” de abril fue la chispa que disparó el termómetro del riesgo.
Y con él, las ventas indiscriminadas de los días posteriores, el retorno de los titulares apocalípticos y, por supuesto, los niveles del VIX que tanto excitan a quienes descubrieron los mercados en YouTube hace dos años.
Pero, como suele ocurrir cuando la pólvora es más retórica que real, el rebote llegó. Mayo y junio fueron un canto a la desmemoria selectiva del mercado.
Las tecnológicas subieron como si la inteligencia artificial fuese a escribir por sí sola el próximo libro de Taleb, los bancos celebraron el carry trade como si los balances públicos no se parecieran cada día más a una hoja de Excel sin control, y hasta el euro respiró entre reunión y reunión del BCE, ese organismo que baja tipos mientras una Alemania en crisis se ahoga y una España manchada por la corrupción y el intervencionismo público crece al 3%.
El capitalismo tiene esa capacidad fascinante de premiar al que aguanta la tormenta sin mojarse, un inversor diversificado, equilibrado e inteligente ha ganado dinero en 2025
Ahora bien, reducir 2025 a la volatilidad de la renta variable sería un insulto a la inteligencia del lector y a la gravedad del contexto. Porque lo que se está gestando es mucho más serio que un repunte puntual de la bolsa: una burbuja colosal, estructural y cuidadosamente ignorada en el mercado de deuda.
Con déficits públicos cronificados, gobiernos que emiten con el mismo desenfado con el que el ciudadano medio pide otra ronda un viernes por la noche, y bancos centrales que han descubierto que imprimir dinero es menos impopular que decir la verdad, el resultado es una montaña de deuda con rendimiento positivo… pero riesgo moral negativo.
El bono americano a 10 años sigue oscilando entre el 4,3% y el 4,5% como si eso fuera sostenible. La memoria del inversor ha quedado muy anclada en el riesgo que supone estar por encima del 5%. Como si pagar un billón de intereses anual al 4% medio ya no fuera una invitación a la locura financiera.
La secuencia es sencilla, el Tesoro emite, China compra menos, Japón envejece, y los bancos centrales reducen balance. Pero no pasa nada. ¿La solución? Más papel. Total, siempre hay alguien que lo compra, aunque sea para evitar que el castillo de naipes se derrumbe.
Y aun así, porque el capitalismo tiene esa capacidad fascinante de premiar al que aguanta la tormenta sin mojarse, un inversor diversificado, equilibrado e inteligente ha ganado dinero en 2025. No por seguir al gurú de turno en redes, ni por buscar la rentabilidad del siglo en acciones que cotizan a 60 veces beneficios sin beneficios.
2025 está siendo un año de ruido, espuma y titulares
Si no por hacer lo que hay que hacer: no vender en pánico, no comprar promesas, no seguir modas. Por entender que invertir es navegar, no esprintar. Y que los ruidos del corto plazo rara vez alteran el rumbo del barco si uno lleva el timón firme.
Así que sí, 2025 está siendo un año de ruido, espuma y titulares. De un Trump omnipresente que juega con los mercados como un gato con su ovillo, de un mundo cada vez más endeudado y de bancos centrales que a veces parece que improvisan a ritmo de TikTok.
Pero también ha sido un año más en que la paciencia, el criterio y el escepticismo razonado han vuelto a ganar. Y eso, queridos lectores, en tiempos de inflación narrativa y déficit de sentido común, vale su peso en oro. Literalmente.