Christine Lagarde
Larry Summers, exsecretario del Tesoro de EEUU y para muchos uno de los economistas más influyentes del último medio siglo, lo advirtió hace una década: las economías avanzadas podían caer en una trampa de estancamiento secular.
Hoy Europa parece confirmar el diagnóstico. Y, sin embargo, muchos analistas siguen atrapados en la narrativa de la estanflación, como si los síntomas de 2022 aún persistieran.
Lo que domina hoy es otra patología, más silenciosa, menos fotogénica, pero más difícil de tratar.
El pasado jueves el BCE volvió a recortar los tipos de interés continuando un ciclo que lleva ya dos años de moderación. Pero tras escuchar a Christine Lagarde en rueda de prensa, no se entiende bien cuál es el mensaje.
Mientras el recorte sugiere una actitud acomodaticia, su tono y sus palabras refuerzan la sensación de que Europa está volviendo a caer en una brecha de producción negativa. Una economía sin pulso, sin estímulo real, en la que ni siquiera las decisiones de política monetaria parecen tener intención de mover el ritmo.
Durante décadas, Berlín ha sido el adalid de la ortodoxia fiscal, el guardián del déficit cero, el devoto del Schuldenbremse. Hasta ahora
En ese paisaje plano, el contraste entre Mario Draghi y Lagarde es revelador. Draghi, del que nunca fui un devoto aun teniéndole en estima, tenía la capacidad de aliviar el dolor con sus discursos.
Y además era divertido. Bastaban sus palabras para calmar los mercados, dar confianza a los gobiernos e insuflar ánimo a una economía que, entonces, pedía más relato que acción.
Con él, el BCE hablaba con la autoridad de quien sabía exactamente lo que no iba a permitir. Lagarde, en cambio, transmite lo contrario.
Su discurso plano, previsible, anestesiado, parece salido de una máquina de monitorización cardíaca en reposo. Ni una señal de vida política o económica que reactive algo más que la rutina monetaria.
Es posible que lo que ocurre en Alemania tenga que ver. Durante décadas, Berlín ha sido el adalid de la ortodoxia fiscal, el guardián del déficit cero, el devoto del Schuldenbremse. Hasta ahora.
Las empresas que invierten lo hacen en un infierno fiscal y regulatorio
La crisis industrial y de identidad ha forzado al Gobierno a disparar el gasto y a emitir deuda a ritmos impensables. ¿Keynes en Baviera? Lo paradójico es que nadie parece escandalizarse.
Tal vez porque la narrativa de la disciplina fiscal ya no conmueve ni a los halcones del Bundesbank. Si incluso Alemania ha renunciado a su dogma, el modelo europeo ha perdido su ancla.
A pesar del estímulo fiscal, el crecimiento no llega. Mirando las cifras de gasto del consumidor, ópticamente se aprecia expansión, una tendencia que contrasta con unos niveles de confianza que dicen justo lo contrario.
Además, mientras el gasto privado avanza, también lo hace el público, consolidando la sensación de que el déficit, más que una anomalía, se ha vuelto estructural en la economía europea. Porque lo que falta no es estímulo, sino demanda agregada de calidad.
La eurozona lleva años atrapada en una escasez estructural de consumo e inversión. Las familias consumen lo mismo, pero pagan más. Las empresas que invierten lo hacen en un infierno fiscal y regulatorio.
Y el sector público se está quedando sin margen porque es cada vez más evidente su papel en este juego. No es un fallo cíclico, es una fragilidad sistémica.
Kenneth Rogoff, que estará esta semana en Madrid, me hace sacar a colación un diagnóstico que contrasta con el de Summers. Rogoff no habla de estancamiento secular, sino de un debt supercycle: un exceso de endeudamiento público y privado que asfixia el crecimiento hasta que se digiere.
Para él, no se trata de una falta crónica de demanda, sino de una economía sobreendeudada que consume lo poco que genera. Rogoff no defiende más gasto, sino una consolidación fiscal gradual y creíble. Lo que le inquieta no es la falta de inversión, sino la falta de disciplina.
Por eso vengo constatando en esta columna que el problema europeo no es técnico, es político. El debate no es si los tipos deben subir o bajar, sino si los bancos centrales pueden ejercer su función sin verse arrastrados por gobiernos que piden más estímulo sin más reformas.
La credibilidad institucional está en juego. No se trata de rescatar el crecimiento, sino de rescatar el sistema.