
Fusión BBVA-Sabadell
En países normales, cuando dos empresas que cotizan en bolsa anuncian una operación corporativa, el mercado analiza, los accionistas votan y las autoridades reguladoras valoran si hay razones objetivas para impedirla. En España, un año después de que BBVA lanzara su opa sobre Sabadell, el Gobierno ha decidido que, en lugar de pronunciarse, es mejor preguntar a la ciudadanía.
Porque, al parecer, en esta democracia nuestra, donde no se consulta ni el precio de la luz, ni el apoyo a gobiernos que no aceptan la constitución española, ni la participación militar en conflictos internacionales, sí es necesario pulsar la opinión de la calle sobre si dos bancos privados pueden fusionarse.
Es difícil encontrar un ejercicio de evasiva institucional más descarado que este. No hay conflicto de competencia: la suma de activos de BBVA y Sabadell representaría en torno al 20% del total del sistema bancario español, muy por debajo del 30% que otros actores como Caixabank rozan tras absorber Bankia. No hay riesgo sistémico. No hay amenaza para el consumidor. No hay veto de la CNMC.
Y, sin embargo, hay un Gobierno que lleva doce meses "estudiando" una operación entre actores privados que está siendo vigilada por los supervisores europeos y cuyo único conflicto parece ser de orden ideológico: que el Sabadell no quiere y que el Ejecutivo tampoco.
Lo absurdo no es solo la demora, sino el precedente. En un Estado de derecho, las normas existen para proteger el juego limpio, no para que el Gobierno se tome un año en decidir si quiere meterse o no en una operación que no es suya. Los efectos son evidentes: inseguridad jurídica, deterioro de imagen, país, fuga de inversores institucionales, desgaste innecesario para los equipos de ambas entidades, y sobre todo, una clara interferencia del poder público en el funcionamiento del mercado.
Hay un Gobierno que lleva doce meses "estudiando" una operación entre actores privados que está siendo vigilada por los supervisores europeos y cuyo único conflicto parece ser de orden ideológico
Y ahora, el colmo: abrir una consulta pública. ¿A quién se consulta? ¿A los ciudadanos que no entienden el alcance de una fusión bancaria? ¿A los clientes que solo buscan una app que funcione? ¿A los votantes que ven en cada banco una trinchera ideológica? ¿Y los accionistas, qué? Ellos, que sí tienen piel en el juego, que son los propietarios reales, quedan diluidos en el debate. Lo que decide el mercado, lo cuestiona el Gobierno. Lo que decide el Gobierno, no se consulta a nadie.
Para encontrar un paralelismo grotesco habría que irse muy lejos. En Europa no existen precedentes de una consulta pública sobre una opa entre entidades reguladas, solventes y sujetas al marco del BCE. No lo hizo Italia con Intesa y UBI. No lo hizo Alemania con Commerzbank y Deutsche. Solo en España convertimos un procedimiento ordinario en un acto plebiscitario. Porque cuando no se quiere decidir, lo mejor es esconderse detrás de una supuesta voluntad participativa.
El fondo del asunto es este: ¿qué tipo de Estado queremos? Uno que actúa como garante de las reglas de mercado o uno que escoge qué empresas pueden o no fusionarse según convenga al calendario electoral. Uno que deja a los reguladores hacer su trabajo o uno que espera doce meses para decidir no decidir.
El Gobierno ha tenido un año para decir sí, para decir no o para establecer condiciones. No ha hecho nada. Y cuando por fin parece que se moverá, decide preguntar a la ciudadanía. No por convicción democrática, sino por miedo a asumir el coste de una decisión. Un Gobierno que necesita consultar al pueblo para autorizar una opa, pero que no consulta si quiere pactar con Bildu, romper la separación de poderes o declarar que España es un Estado laico. La democracia participativa es selectiva, al parecer.
La opa de BBVA sobre Sabadell no es solo una operación bancaria: es el espejo donde se refleja la fragilidad de nuestras instituciones. Y el reflejo es pésimo.