Durante décadas, Estados Unidos había sido el motor del recién inaugurado sector de la electrónica gracias al empuje del Pentágono, que compraba masivamente semiconductores para sistemas de defensa y, de paso, subsidiaba a toda una industria que apenas encontraba rivales. Empero, el milagro no iba a durar eternamente y en los años 80 el modelo empezó a resquebrajarse.

Al otro lado del Pacífico, Japón emergía de las cenizas de la II Guerra Mundial con un plan claro: convertir la electrónica en el motor de su reconstrucción. El gobierno de Tokio había apostado por crear campeones nacionales, protegidos y coordinados bajo el modelo del keiretsu: conglomerados de empresas entrelazadas verticalmente, donde proveedores, bancos y fabricantes caminaban al unísono. En este ecosistema, la competencia se sublimaba en cooperación, la inversión en I+D+I era sostenida y la obsesión por la calidad se convirtió en seña de identidad.

Para mediados de los setenta, el mundo entero se inundaba de televisores, grabadoras y calculadoras japonesas. Una década después, los chips de memoria DRAM fabricados en Nagoya o Tokio ya eran sinónimo de fiabilidad y bajo coste. Mientras tanto, las empresas estadounidenses se enzarzaban en luchas internas con sus proveedores, a los que exprimían hasta el último céntimo, sin pensar en el largo plazo. La calidad quedaba relegada frente al precio o la velocidad para llegar al mercado.

El resultado fue devastador: en 1985, Japón superó a Estados Unidos en cuota de mercado global de semiconductores. En Estados Unidos cundió el pánico ante el poderío y la magnificencia niponas.

Fue entonces cuando la industria norteamericana entendió que no bastaba con pedir aranceles o llorar por la pérdida de competitividad, como hoy tanto gusta a Donald Trump. El acuerdo comercial de 1986 con Japón, que limitaba exportaciones y encarecía chips nipones, sólo ofrecía aire temporal. El problema era estructural: los japoneses habían encontrado un modelo productivo superior. Y, contra lo que dictaba la cultura individualista de las grandes tecnológicas estadounidenses, la única salida pasaba por trabajar al unísono.

Los más veteranos del lugar recordarán la enseña Sematech. Creado en 1987, se trataba de un consorcio público-privado formado por catorce gigantes del sector que, juntos, representaban el 85% de la capacidad productiva del país norteamericano. Su presupuesto era de 200 millones de dólares anuales, la mitad aportada por las empresas y la otra mitad por la todopoderosa DARPA. El objetivo no era fabricar chips más veloces, sino salvar la industria estadounidense. Y para ello había de crear estándares, fortalecer a los proveedores locales, compartir conocimiento y trazar una hoja de ruta colectiva.

Al frente se situó Robert Noyce, cofundador de Intel y uno de los padres del microchip. Su figura, repartida a partes iguales entre la ingeniería y la estadística industrial, dio a Sematech el prestigio y la autoridad que necesitaba. No era fácil convencer a compañías rivales de que compartieran secretos de fabricación; pero bajo su liderazgo y con el aliento del Departamento de Defensa, lo hicieron.

En menos de cinco años, Estados Unidos había recuperado la delantera. No tanto en los DRAM —un mercado que acabaría cayendo en manos de Corea del Sur y Taiwán, como reconoce un paper de David M. Hart— sino en los segmentos más sofisticados, como los microprocesadores, y, sobre todo, en la fabricación de la maquinaria que hacía posible toda la industria.

Y es que, en esencia, Sematech no fue un laboratorio de chips: era un laboratorio de cooperación. Fue una iniciativa que cambió la cultura de un sector condenado a la dispersión, forzó alianzas entre fabricantes y proveedores, levantó estándares que aún hoy marcan la pauta, e inauguró los primeros roadmaps tecnológicos colectivos. Fue, en definitiva, un ejemplo de que cuando el Estado y la industria deciden remar en la misma dirección, hasta un titán herido puede recuperar fuerzas.

Sin embargo, la gloria fue efímera. A mediados de los noventa, con el auge de la globalización, la necesidad de un consorcio nacional perdió urgencia. Sematech se internacionalizó, abrió la puerta a miembros extranjeros y acabó diluyéndose en una industria cada vez más fragmentada. Estados Unidos seguía dominando en diseño, pero la producción comenzó a emigrar a Asia.

En 1990, el 37% de los chips se fabricaban en suelo estadounidense; en 2021, apenas un 12%.

Y el destino de esas fábricas, curiosamente, no fue la temida Japón, sino Taiwán y China. Es imposible obviar que el Gigante Asiático lleva una década desplegando su “Made in China 2025”, un plan explícito para alcanzar la autosuficiencia y, a medio plazo, la supremacía en semiconductores.

Sus instrumentos son aún más poderosos que los de sus vecinos nipones en los ochenta: subsidios gigantescos, control estatal directo, planificación a largo plazo y una escala demográfica que multiplica cualquier esfuerzo. La diferencia es que ahora el tablero es también geopolítico: Taiwán, epicentro mundial de los chips avanzados gracias a TSMC, es una pieza demasiado estratégica para quedar al margen de la rivalidad entre superpotencias.

Estados Unidos ha respondido con el Chips and Science Act, con el que el anterior presidente Joe Biden pretendía movilizar más de 50.000 millones de dólares en subsidios e incentivos fiscales. La historia, al menos, parece habernos enseñado algo. Pero los resultados siguen sin llegar, y el último movimiento -la entrada directa del gobierno de EEUU en el capital de Intel- suena más a desesperación que a una jugada bien meditada en esta partida de ajedrez.

¿Y Europa? El Viejo Continente ha anunciado su propio European Chips Act, con el objetivo proclamado de duplicar la producción europea de semiconductores para 2030. Pero, a este lado del Atlántico, no tenemos ni un Silicon Valley, una DARPA o de un Robert Noyce que actúen de bisagra entre política e industria. Las inversiones son más tímidas, las decisiones más fragmentadas y los plazos más difusos. Y el resultado, nuevamente, es irrelevante.

España es, quizá, el mejor ejemplo de cómo se puede fracasar antes de empezar. El PERTE Chip, dotado con 12.000 millones de euros, se presentó como el proyecto estrella de la digitalización que iba a depararnos la lluvia de dinero europeo tras la covid-19. Hoy es poco más que un espejismo: nunca tendremos una planta de producción de chips en suelo español -al contrario de lo prometido por Pedro Sánchez- y las escasas inversiones que se han producido han caído en las (muy necesarias pero insuficientes) startups que se radican en nuestro país y en un centro de investigación como IMEC, extraordinario pero que no solventa la debilidad comercial o industrial que atesoramos.

La lección de Sematech es evidente para el que la quiera ver: no basta con prometer dinero. Hace falta un propósito compartido, autonomía organizativa y políticas complementarias que creen las condiciones adecuadas. Sematech funcionó porque todos (empresas, gobierno, académicos) creyeron que estaban en una crisis existencial y actuaron en consecuencia. Sin esa percepción de urgencia, los consorcios se convierten en foros decorativos o, peor aún, en sumideros de fondos públicos.

Japón nos enseñó que se puede ganar y perder el liderazgo en una década. Sematech demostró que se puede recuperar con cooperación y decisión. China amenaza con repetir la historia en una escala aún mayor. Estados Unidos parece dispuesto a plantar cara, aunque puede que su tiempo ya haya pasado. Europa, en cambio, sigue instalada en la retórica. Y España, atrapada en su propio laberinto de promesas vacías, parece resignada a contemplar cómo otros marcan el rumbo de la próxima gran revolución tecnológica.