En los últimos años, una frase se ha convertido en uno de los mantras obsesivos en nuestros debates públicos y privados: "La digitalización impulsa el crecimiento de la economía en su conjunto, aumenta la productividad y tiene un impacto significativo en el bienestar social". Cuando una idea se repite tanto y con tanta épica grandilocuente siempre me acaba escamando.

Llevo mucho tiempo barruntando sobre la siguiente paradoja: ¿Por qué si el mantra anterior es cierto, en el primer cuarto de siglo —donde se ha producido un intenso proceso de digitalización de tal forma que el 26% del PIB español ya es digital—, el crecimiento de la productividad y, por tanto, del bienestar ha caído? Como seguramente habrá algún experto en econometría entre los lectores y antes de que me suelten aquello de que “correlación no implica relación de causalidad”, trataré de explicarme.

La realidad española, esa señora obstinada que siempre llega tarde a desmontar los discursos oficiales, pero siempre acaba saliéndose con la suya, nos ofrece un panorama que haría sonrojar hasta al más ferviente evangelista de la transformación digital. Mientras nuestros dirigentes y líderes empresariales proclaman las bondades de la digitalización con una fe que ya quisiera cualquier místico del siglo XVI, los datos de pobreza infantil, salarios reales y bienestar general cantan una melodía bastante diferente.

España es el laboratorio perfecto para examinar la supuesta correlación entre digitalización y prosperidad económica. Según el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas y la Fundación BBVA, nuestro país acumula un retroceso del 7,3% en su productividad total de factores desde el año 2000, mientras que Estados Unidos ha crecido un 15,5% y Alemania un 11,8%. Y eso que en Estados Unidos se puede observar cómo las ganancias de productividad han caído desde tasas del 4 o el 5% a mitad del siglo pasado, hasta no llegar a alcanzar el 1% actual. Algo tiene la digitalización que no nos sienta tan bien, ni siquiera a los americanos.

La eficiencia productiva española lleva estancada una década, con un nivel de productividad total de factores en 2023 idéntico al de 2013. Esto significa, para quien no esté versado en la jerga económica, que producimos prácticamente lo mismo con los mismos recursos que hace diez años, sin mejoras atribuibles a innovaciones, avances tecnológicos o mejor organización. Mientras tanto, la digitalización ha crecido hasta alcanzar el 26% del PIB en 2024, según el último informe de aDigital.

Pero la paradoja se vuelve grotesca si metemos por medio los indicadores de bienestar social. España ostenta el triste récord de ser el segundo país de la UE con mayor tasa de pobreza infantil, alcanzando el 34,6% de los menores en 2024. Más de 2,7 millones de niños viven en riesgo de pobreza y exclusión social, una cifra que ha aumentado respecto al año anterior. El 29,2% de los niños españoles vive por debajo del umbral de la pobreza, frente al 17,8% de los adultos. Nuestra creciente sociedad digital e innovadora ha conseguido la proeza de empobrecer más a sus niños que a sus adultos, situando a España casi 10 puntos por encima de la media europea en pobreza infantil. Eso sí, pobres, pero con móvil y digitalizados, no vayan ustedes a pensar mal.

Efectivamente, como reza el discurso oficial (hace escasos días el gobierno en pleno se subió a ese optimismo tan de militante de base con un titular ciertamente revelador: “España consolida su liderazgo digital en Europa, según el Informe Estado de la Década Digital 2025”), estamos liderando el modelo digital que nos hunde en la decadencia.

Si los datos de pobreza infantil son deprimentes, la evolución de los salarios reales añade otra dimensión de sarcasmo a la narrativa oficial sobre el maná de la digitalización masiva. Según la OCDE, España está entre los países donde los salarios reales han disminuido más desde la pandemia, manteniéndose un 2,5% por debajo de los niveles de 2019. Mientras, casi la mitad de los países de la OCDE, incluidos Portugal y Francia, han recuperado o superado los niveles salariales reales anteriores a la crisis. De hecho, los datos son concluyentes: ¡llevamos tres décadas con los salarios reales estancados! Y es que claro si la productividad está estancada, pues ya sabemos lo que pasa.

Antes de deslizarme por la pendiente de las explicaciones cuñadas, he tratado de buscar algunas explicaciones rigurosas y académicas a esta aparente paradoja y he encontrado algunas que, ciertamente, encuentran en el caso español una confirmación perfecta de sus teorías. Robert Gordon, de la Universidad Northwestern, argumenta que las innovaciones actuales en tecnologías de la información no están teniendo el mismo efecto económico que la electricidad o el automóvil. "La llegada de los teléfonos móviles e Internet no ha logrado generar una mejora sostenida del crecimiento de la productividad”. Mucho me temo que esta idea no la enseñan mucho en las escuelas de negocio. Por si acaso, vaya.

Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, en "The Second Machine Age", sostienen que los efectos de la digitalización requieren no solo inversión tecnológica, sino cambios organizativos y formación de recursos humanos que tardan décadas en materializarse. "En el corto plazo, la contribución de los ordenadores a la productividad es más o menos igual a su coste", pero a largo plazo, su contribución puede aumentar. Y esto lo dicen estos señores sin conocer el programa del Kit Digital español, que pasará a los anales de la historia como uno de los despilfarros de dinero público más ineficiente e ineficaz de nuestra Historia, y que cargará por siempre el San Benito, en este caso merecido y en forma de sintagma al que podríamos llamar “rotondas digitales”.

Daron Acemoglu y Pascual Restrepo han desarrollado una teoría inquietante: la automatización puede reducir tanto el empleo como la productividad agregada. Cada robot adicional reemplaza aproximadamente 3,3 trabajos a nivel nacional y reduce los salarios en un 0,4%. La concentración de beneficios en pocas empresas tecnológicas explicaría por qué la productividad agregada no refleja los avances tecnológicos.

Andy Haldane, economista jefe del Banco de Inglaterra, ofrece una explicación reveladora para el caso español: no se trata solo de un problema estadístico, sino de concentración de innovación y falta de difusión. Hay sectores que generan tecnología transformadora, pero estos avances se quedan en la frontera de la innovación y no permean al resto del tejido empresarial.

Esta concentración de beneficios se refleja en los indicadores de bienestar social. España mantiene tasas de pobreza y exclusión social que afectan al 25,8% de la población. El porcentaje de población en riesgo de pobreza se sitúa en el 19,7%, pero esta mejora general contrasta brutalmente con el empeoramiento específico de la situación infantil.

La polarización digital repercute directamente no solo en la productividad agregada, sino en la distribución del bienestar social. Coexisten empresas altamente digitalizadas con una mayoría de pequeñas empresas familiares con muy poca o nula alfabetización digital.

Otros indicadores confirman que la revolución digital no está generando los beneficios prometidos. La esperanza de vida en España ha experimentado una notable desaceleración en su crecimiento: entre 1990 y 2011 aumentaba 0,25 años por año, pero entre 2011 y 2019 esa mejora se redujo a solo 0,13 años anuales. El problema de la vivienda añade otra dimensión crítica: la vivienda es inasequible en las principales zonas urbanas para las familias con menor poder adquisitivo, provocando precarización y aumento de situaciones de sinhogarismo oculto.

El Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, con su presupuesto de 163.000 millones de euros, dedica 40.400 millones a medidas digitales. Un monto considerable que, según las previsiones oficiales, debería elevar el crecimiento potencial de la economía española por encima del 2% a largo plazo. Sin embargo, los datos de productividad, pobreza infantil y salarios reales sugieren que esta inversión masiva no está generando los retornos esperados. Lo que no sabemos es si es bien porque estos procesos de innovación tecnológica en realidad no sirven mucho para lo que antes era importante (la renta, el trabajo y el bienestar), o bien porque los programas se diseñan mal. En el caso español, me temo que se deba a ambas cosas.

La evidencia empírica española pone seriamente en duda el dogma sobre la digitalización como panacea económica y social. España ha conseguido aumentar significativamente su nivel de digitalización mientras mantiene su productividad estancada, ve empeorar su tasa de pobreza infantil hasta niveles récord europeos y observa cómo los salarios reales pierden poder adquisitivo.

Quizá sea hora de que nuestros gestores dediquen menos tiempo a repetir mantras digitales y más a preguntarse por qué después de tantos millones invertidos y tantos planes históricos anunciados, seguimos produciendo lo mismo que hace diez años mientras nuestros niños se empobrecen y nuestros trabajadores pierden poder adquisitivo. Quizá porque, como decía Robert Solow, podemos ver la digitalización en todas partes menos en nuestras estadísticas de productividad y bienestar social, pero precisamente por eso tenemos que cambiar de perspectiva.

Creo que es el momento de hacernos estas preguntas incómodas, de no dar por hecho que la digitalización per se es la solución para la mejora de nuestra sociedad, de analizar en detalle qué diantres estamos haciendo con estos gigantescos programas públicos y privados. En realidad todo está inventado. Antes, cuando no éramos más modernos se hablaba de pan y trabajo, de desarrollo económico y social, de sueldos y beneficios. Ahora, nos hemos dejado llevar por una jerga (digitalización, resiliencia, hub, kit, etc) que, fiel al tono superficial de nuestra época, apenas deja huella en lo realmente importante.