1. El día en que España se quedó a oscuras.
Lo único que tenemos claro en relación al gran apagón que se produjo el pasado 28 de abril es que volverá a producirse. El gran apagón se ha convertido en la gran metáfora de lo que somos como país: una potencia media en decadencia que ante sus fallos estructurales decide tomárselo con buen humor en las calles, y con una sucesión de actos de “arrimar el ascua a tu sardina” en los diferentes despachos públicos y privados.
El mismo gobierno que presumía días, e incluso horas antes, de que lo que pasó el día 28 aquí no podía acontecer, es el mismo que alardea desde hace tiempo de estar liderando la digitalización humanista o estar luchando contra el imperio del mal de la IA a nivel global. La versión oficial sobre el mayúsculo incidente es que tenemos el mejor sistema eléctrico del mundo y que desde fuera nos observan con admiración.
Vamos, que envidian nuestro serial de apagones que apenas acaba de comenzar su andadura. Lo que es seguro es que en materia de molonería y chulería estamos sobrados. No me extraña que haya gente que diga que vivimos en una simulación. Y no podemos luchar contra esto, porque antes el decoro ejercía su tiranía y obligaba a retractarse a quien metía la pata todo el rato, pero ahora mucho me temo que la estulticia es condición necesaria para pertenecer a las actuales clases dirigentes.
2. El deterioro ya forma parte de nuestro paisaje cotidiano.
En la última década todo lo que funcionaba bien en España se ha ido deteriorando sustancialmente (la sanidad, las infraestructuras de transporte, especialmente las ferroviarias, donde la antigua joya de la corona que era la alta velocidad comienza a ser un auténtico caballo de hierro de los malos); y lo que iba ya mal cada vez va peor (la educación, la desigualdad, la pobreza infantil, el paro, el acceso a la vivienda, el poder adquisitivo de los salarios reales).
Hay un deterioro irrefrenable de todas las bases materiales e intelectuales que sustentan el progreso y el bienestar de nuestra sociedad. Sin embargo, a modo de consuelo de locos todos bebemos del elixir mágico que sostiene el mito del "mejor país para vivir": el buen clima, el buen comer, la cultura de la calle y nuestra forma de vida.
Y así, esa dualidad en la que vivimos —una idílica bonne vie por un lado, y unas variables de progreso y bienestar deteriorándose y yéndose al garete por otro—, hacen de este país una sociedad esquizofrénica en la que la razón, la ciencia y el buen hacer lo tienen cada vez más crudo.
Ahora ya sabemos que uno de los cimientos más relevantes de una sociedad moderna, la energía segura, se tambalea con riesgo de provocar el derrumbe de todo el edificio. España siempre fue muy dependiente en materia energética del exterior en la época del predominio de los combustibles fósiles, y ahora, con las fuentes renovables parecía que había cambiado la cosa. Pero así somos en este país: o no tenemos petroleo y nos relamemos las heridas, o nos damos un atracón de renovables que nos funde los plomos a todos.
Muy en línea con nuestra agitada historia. De hecho como ocurre en todas las facetas de la vida española en este asunto también existe la izquierda y la derecha: la primera, abomina de la energía nuclear y fósil, y ama hasta la extenuación (es decir, el apagón) a las renovables, mientras que la derecha piensa lo contrario. Y aquí uno se imagina el duelo a garrotazos de Goya entre uno, blandiendo un molino de aspas, y el el otro que insinúa lanzar una lluvia radiactiva a su hermano de patria. El secular odio entre distintos en España es otra de nuestras grandes hazañas colectivas. Este y no otro es nuestro verdadero cero energético.
3. Sin energía no habrá paraíso
La energía, esa fuerza invisible que mueve el mundo, ha sido desde siempre la columna vertebral del progreso humano, un hilo conductor que teje la trama del bienestar a través de los siglos. Las grandes revoluciones de la humanidad han coincidido siempre con saltos en nuestra capacidad de aprovechar y transformar la energía (desde el dominio del fuego, hasta la máquina de vapor o la electricidad).
En la antigüedad, el fuego no solo calentó cuerpos, sino que fundió metales y cocinó alimentos, liberando tiempo y recursos para que las sociedades pudieran soñar con algo más que la mera supervivencia. La energía, en esencia, es el motor que convierte la posibilidad en realidad, el catalizador que permite a las civilizaciones escalar desde la precariedad hacia la abundancia. Sin ella, el ingenio humano se queda en mera chispa, incapaz de prender. Nuestras grandes conquistas civilizatorias han sido la escritura y el dominio de la energía. La historia nos enseña que dominar la energía es dominar el destino.
4. Estamos poniendo los bits delante de los vatios
La energía, esa corriente subterránea que palpita en el corazón de toda sociedad madura, es la savia sin la cual el árbol del progreso se marchita. No es solo un recurso, sino el aliento que da vida a la modernidad: desde las luces que disipan las sombras de la ignorancia hasta los servidores que sostienen el vasto entramado digital.
En un mundo donde lo virtual se ha vuelto tan real como el acero, la energía es la piedra angular que permite que las ideas viajen a la velocidad de la luz, que las máquinas piensen y que las ciudades respiren. Sin ella, la sociedad moderna no es más que un espejismo, un castillo de naipes a merced del primer soplo. La digitalización, ese prodigio que define nuestra era, no es sino un eco de la energía que la sustenta: sin vatios, no hay bits.
Pensemos en la sociedad como un organismo: la energía es su pulso, su capacidad de soñar y construir. Una sociedad madura no se mide sólo por sus leyes o su cultura, sino por su habilidad para canalizar la energía hacia horizontes más amplios: hospitales que salvan vidas, redes que conectan continentes, fábricas que transforman la materia en posibilidades. Pero esta dependencia también nos hace frágiles.
Un apagón no es solo la ausencia de luz; es el silencio de las pantallas, la parálisis de los datos, el recordatorio de que nuestra modernidad pende de un hilo eléctrico. Así, la energía no es solo el cimiento de lo que somos, sino el espejo de lo que aspiramos a ser: una civilización que, al dominarla, se atreve a imaginar un futuro donde lo imposible se vuelve cotidiano.
5. La economía digital: de la nube al suelo
Vivimos en la gloriosa era digital, donde todo es instantáneo, conectado y, según nos dicen, imparable. La inteligencia artificial es la joya de la corona: promete revolucionar desde cómo invertimos nuestro dinero hasta cómo nos curamos o conducimos. Pero, ¡oh sorpresa!, el 28 de abril de 2025, España descubrió que incluso los algoritmos más brillantes necesitan algo tan prosaico como es la electricidad. Un apagón masivo dejó claro que nuestra economía digital, con toda su sofisticación, puede colapsar más rápido que un castillo de naipes en un huracán.
Si el apagón fue un drama para los ciudadanos, para la economía digital fue una tragedia griega. Internet, esa autopista invisible que sostiene nuestro mundo conectado, sufrió un colapso notable. En un mundo donde un segundo de desconexión puede costar millones, esto no es precisamente una anécdota.
El impacto económico fue significativo. La patronal CEOE ha estimado en 1.600 millones de euros las pérdidas del lunes oscuro, lo que equivale aproximadamente a una décima del PIB de 2025, con sectores como el comercio y la industria especialmente golpeados. Pero el sector tecnológico, con su dependencia de la conectividad constante, no salió ileso. Empresas de comercio electrónico, banca en línea y servicios digitales enfrentaron interrupciones que, aunque temporales, dejaron en evidencia su vulnerabilidad.
6. La IA no nos salvará
De los apagones la IA no nos puede salvar. Esto que debería ser un axioma nos cuesta todavía asumirlo. La gran promesa del siglo XXI no es solo un montón de código, es un ecosistema que vive en data centers, se alimenta de datos en tiempo real y requiere una conexión ininterrumpida. Cuando la luz se va, la IA no solo se detiene: se convierte en un montón de circuitos inútiles.
Ahora resulta que los algoritmos, las criptomonedas, el blockchain, el Internet de las Cosas, el propio internet a secas, no sirven para nada si no hay luz. Estamos descubriendo América a base de apagones. Antes cuando se iba la luz la vida seguía su curso sin grandes cambios ni dificultades, ahora si se va la luz la vida moderna y post-moderna que estamos construyendo pierde su propia condición: ya no sabemos vivir, al menos más allá del primer día en el que algunos descubrieron que hay gente de carne a su lado con quien se puede hablar sin redes sociales de por medio.
Resulta que era mejor tener 500 euros en cash que bitcoins, que la única forma de informarte era a través de una emisora de radio y un transistor y no con reels o videos de youtube, y que para orientarte en las calles tenías que volver a leer el nombre de las calles en las placas atornilladas en las paredes. Lo más irónico de todo es que pasamos tanto tiempo preocupándonos por escenarios de ciencia ficción —IA rebelándose contra la humanidad, robots conquistando el mundo— y al final, lo que puede detenerla es algo tan básico como un corte de luz. Esta modernidad tiene los pies de barro.
7. Más allá de las pantallas: velas, ábacos y un poco de humildad
El apagón del 28 de abril de 2025 no fue solo una interrupción; fue un espejo que reflejó nuestra dependencia de la tecnología y la fragilidad de nuestras ambiciones digitales. La IA, con todo su potencial, no puede salvarnos de un corte de luz, y esta verdad debería inspirarnos a repensar nuestro camino. En última instancia, el futuro no depende de algoritmos, sino de nuestra capacidad para aprender de las crisis y construir un mundo más robusto y reflexivo.
Así que, la próxima vez que alguien te venda la idea de que la IA va a dominar el mundo, recuérdale que incluso los algoritmos más avanzados necesitan enchufarse a la pared. El 28 de abril de 2025, España aprendió (¿o es más correcto decir que debería haber aprendido?) que la modernidad es frágil, que la economía digital es tan fuerte como el cable que la conecta a la red eléctrica. Quizás sea hora de invertir en unas velas, un ábaco y, de paso, en una infraestructura que no nos deje a oscuras cuando menos lo esperamos.