Bernard Henri-Lévy (Argelia, 1948) posee una extraña facilidad para generar desconcierto. También un refinado gusto para la provocación. Filósofo, escritor y visitante de mil guerras, una vez se describió como “turista del desastre”.

Acaba de publicar en España Este virus que nos vuelve locos (La Esfera de los Libros, 2020), un tratado sobre el coronavirus que recorre Europa a velocidad de crucero en sus distintas traducciones. Los críticos literarios franceses le miran como el revolucionario al aristócrata el día de la Toma de la Bastilla.

En su libro, practica la mayéutica de Sócrates en su versión más descarnada: pregunta a sus lectores para arrastrarles al conocimiento, pero por el camino les sitúa ante su “hipocresía”, su “incoherencia”… y su “miedo”. BHL -también colaborador de este periódico- habla de una “epidemia del miedo”, tan peligrosa como el propio virus.

¿Qué tiene de particular el Covid-19 para habernos empujado al abismo del delirio? Ese es el interrogante en torno al que giran estas páginas. La gripe española, la de Hong Kong, la asiática… Todas ellas fueron más letales que la peste actual -sostiene el autor- pero “ninguna nos volvió tan locos como esta”.

Ahí van algunos datos con los que se ha armado Lévy: los saudíes y los hutíes se matan en Yemen, pero declaran el alto el fuego cuando llega el coronavirus; el Dáesh ha declarado Europa zona de riesgo para sus combatientes; a mediados de abril, en Nigeria, había más asesinados por no respetar las reglas del confinamiento que fallecidos a causa de la enfermedad…

“¿Cómo reaccionaríamos si la DGT se atreviera a colocar a cada kilómetro un altavoz gigante que anunciara los accidentes mortales de la jornada?”, martillea el escritor. Un alegato con el que mantiene esa condición de “enemigo público” que hace tiempo le otorgaron los franceses y que comparte con Michel Houellebecq.

Desencantado de Mayo del 68, Lévy fue uno de los grandes exponentes de los “Nuevos filósofos”, aquellos jóvenes que rompieron con racionalismo los principios marxistas que antaño abrazaron. En 1979, en La Clave, le echó tal rapapolvo a Santiago Carrillo que el vídeo fue eliminado de los archivos de TVE. Desde entonces, este hijo de brigadista internacional visita España con cierta asiduidad para zarandear un rato las conciencias. 

¡Por fin la filosofía ha encontrado una materia práctica sobre la que razonar y que, al mismo tiempo, interesa realmente al ciudadano! Imagino que lo ha palpado tras la publicación de su libro.

¡Sí, correcto! Es un verdadero libro de intervención. Sobre un tema más que candente. Con la ambición de tener influencia real, provocar un shock y ayudar a mis contemporáneos. Y es, al mismo tiempo, un libro de filosofía. Habla de Bachelard, de la historia moderna de la ciencia. Del concepto de biopoder en Foucault. También se plantean las grandes preguntas metafísicas: el bien y el mal, la vida y la muerte, el sufrimiento, la enfermedad…

La gripe de Hong Kong -un millón de muertos-, la gripe española -cincuenta millones-, la gripe asiática -diez millones-… Pero ha sido el coronavirus, según usted, el que nos ha traído “la locura”. ¿Por qué? 

Ese es el gran problema, esa locura, que nace de dos cuestiones. Primero: habíamos olvidado por completo los tres precedentes que usted menciona, especialmente la gripe asiática y la de Hong Kong. Dos enfermedades muy cerca de algunos de sus lectores que, como yo, tienen edad suficiente como para recordarlas. No están en nuestro radar y se diluyeron en el olvido. Hice la prueba del algodón con varios artículos, algunos de ellos publicados en El Español.

¿Y qué ocurrió?

Hablé de esas dos enfermedades tan cercanas y de sus consecuencias. De sus víctimas mortales. La gente se caía de la silla, estaban tan cerca y a la vez tan en el olvido…

¿Cuál es esa segunda “cuestión” de la que nace la locura del coronavirus?

Esta epidemia, la nuestra, no carecía de precedentes. Sin embargo, la hemos bañado continuamente en expresiones como “jamás había ocurrido”. Y no era cierto. Era falso. Era una mentira que contribuía a sembrar el pánico.

¿Está diciendo que el miedo resulta más peligroso que la propia enfermedad?

Yo no diría tanto. Ni de ese modo. Especialmente porque esa es la frase de Donald Trump, que se ha comportado como un lunático irresponsable, imbécil y criminal con este asunto. No.

¿Y qué dice usted?

Que el miedo también ha tenido efectos devastadores. Sumados a los del virus, han acentuado la tragedia. El miedo es una mala pasión, un mal reflejo. Agarrotados por el miedo, los pueblos desatan los peores desastres.

Es paradigmático el ejemplo de Bangladés. Allí la gente moría de dengue, cólera, peste o fiebre amarilla, pero se confinaron cuando llegó el Covid-19. O de Yemen, donde, según cuenta, los saudíes y los hutíes declararon un alto el fuego. 

Lo de Yemen parece incluso una broma. Recuerdo un artículo en Le Monde: se podía sentir la ira del periodista. Las agencias humanitarias suplicaban a los dos bandos que hicieran público su número de contagiados. Ambas facciones, algo avergonzadas, declararon algo así como: “Tal vez unos cientos… Si miramos bien, quizá algunos más, pero no es nada comparado con los que mueren en guerra”. Entonces, algunas ONG, al conocer la presencia del virus, suspendieron sus ayudas sobre el terreno.

Leyéndole tengo la sensación de que considera desproporcionada la reacción político-social frente al virus. ¿Piensa que no era para tanto?

Desproporcionada, sí. Y en muchos casos, sin medir las consecuencias.

A grandes rasgos, el virus nos ha empujado al siguiente dilema: pausar la economía para evitar muertes por coronavirus… o mantenerla en marcha a costa de desatarse el número de contagiados. ¿Cree que los gobiernos han sido maximalistas? ¿Le hubiera gustado que los países se hubiesen desconfinado antes? 

Creo que fue una tontería enmarcar el debate en esos términos. No era “salvar la vida o salvar la economía”. Porque la economía también es la vida. Porque el desempleo masivo también pone en riesgo la vida. Porque confinando a la gente en su casa, con su diabetes, su cáncer, su alto nivel de colesterol y su creciente locura, también la estábamos poniendo en peligro.

Se muestra preocupado por todas aquellas costumbres y medidas excepcionales que podrían trascender a la pandemia. ¿A cuáles se refiere exactamente?

Por ejemplo, las medidas de distanciamiento. Están bien cuando son provisionales, pero si se estabilizan, generan daños. Imagine que convertimos la mascarilla en costumbre. Se vería atacada la ética del rostro que tanto defendía Emmanuel Lévinas -asumir en nosotros el destino del otro-. Imagine que realmente dejamos de estrecharnos la mano, un verdadero gesto de solidaridad y franqueza que desaparecería.

Nos saludaríamos, entonces, como en el antiguo régimen: los débiles bajando la cabeza, los fuertes con la cabeza en alto. O qué decir de esa expresión tan sucia: “Distanciamiento social”. He luchado contra eso durante décadas. El distanciamiento social es el enemigo absoluto de todos los demócratas. Y ahora que lo ponemos en práctica, en lugar de tacharlo de excepcional, lo asumimos como algo noble y normal.

Diagnostica que, por primera vez en mucho tiempo, los líderes de los gobiernos han quedado sometidos a los médicos y a los científicos. ¿Es una ventaja o un inconveniente? 

Es una renuncia. Conocemos esta situación desde El Político, de Platón. Los doctores son doctores. Tienen la tentación de gobernar las ciudades. Poseen algunas cualidades para ello. Pero Sócrates, a través de un diálogo, llegó a la conclusión de que no poseen todas las que son necesarias y que, por eso, deben dejar paso a los guardias de la ciudad. Durante la pandemia, hemos hecho lo contrario. Hemos colocado a la ciencia en la cúspide. No hay ningún gobierno democrático que no haya estado a punto de cerrar el Parlamento para entregar todo el poder a los médicos.

Los llama, irónicamente, “médicos pitonisos” y “superhombres”. ¿Conoce al doctor Simón? En España, se le ha convertido en una especie de icono pop. Incluso se han hecho camisetas con su rostro. ¿Qué opinión le merece?

Sí, lo he visto. Los españoles lo han tratado como los estadounidenses a Anthony Fauci, el asesor de Trump. Como a un icono, un ídolo, un Dios vivo. Eso es lo contrario de la ciencia. Un pensamiento mágico.

Lévy, durante una entrevista anterior con este periódico. Jorge Barreno

Conoce bien España. ¿Por qué fuimos, durante tanto tiempo, el país con más contagiados en relación a su número de habitantes? 

Probablemente porque ustedes fueron demasiado valientes al principio. Demasiado corajudos. Demasiado “húsares en el tejado”, en el sentido de la novela de Giono -su protagonista huye a través de una ciudad asolada por una epidemia de cólera-. Tardaron en implementar los protocolos de protección, que han sido bautizados de manera atroz como “medidas de distanciamiento”.

Sobre los funerales de Estado sucedidos en Madrid: ¿le parecen razonables o más típicos de una guerra?

No, no me parecen razonables. Los muertos del coronavirus… murieron por el coronavirus. No cayeron bajo el zarpazo del terrorismo, defendiendo al país de una invasión extranjera o peleando contra el fascismo. Habría sido mejor dejar que las familias volvieran a ver a sus seres queridos moribundos en las residencias del grupo Vitalia en lugar de orquestar esa mascarada.

¿Le tranquiliza la gestión del Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias?

No. Demasiado miedo, demasiada guerra, demasiada moral. Y demasiada infantilización de la gente. Como en Francia.

El virus ha tenido consecuencias políticas importantes: el clima es hostil. Los grandes partidos, a pesar de los miles de muertos, no han sido capaces de ponerse de acuerdo. ¿Qué le parece?

El hecho de que los partidos no se pongan de acuerdo no es lo más grave: resulta normal en el juego de la democracia. El problema es el clima de miedo y desconfianza a lo establecido. Y eso no es bueno. En Francia, por ejemplo, se ha hablado mucho de las personas que aplaudían en los balcones a los sanitarios; pero desde esos mismos balcones espiábamos a nuestros vecinos y los denunciábamos a la policía si les veíamos salir sin mascarilla o si iban al supermercado dos veces al día.

Las formaciones en los extremos -Vox y Podemos- han recrudecido su relación con los periodistas. Pablo Iglesias, vicepresidente del Gobierno, ha llegado a hablar de “naturalizar el insulto” y carga cada vez más contra los medios de comunicación. Santiago Abascal, directamente, no deja entrar en la sede de su partido a los informadores que le incomodan.

Eso es extremadamente grave. Cuando atacas a los periodistas, estás en la ladera, si no del totalitarismo, del autoritarismo. No he estado al tanto de las situaciones que me comenta, pero apenas me sorprende. En la obra de teatro que protagonicé en Madrid, demostré que Podemos y Vox son hermanos gemelos.

En su ensayo, habla de nacionalismo, autarquía y confinamiento. La portavoz de la Generalitat de Cataluña llegó a decir que, en caso de independencia, habría habido menos muertos. ¿Qué le parece? 

Es una de las explotaciones del virus que denuncio en mi libro. Insisto: reclutar muertos bajo una bandera ideológica es abyecto. ¿Realmente hace falta aclarar que eso es absurdo? Ahora que veo la decisión de reconfinamiento parcial tomada desde Barcelona, no entiendo qué se podría haber hecho de más, o de menos, en una Cataluña arrancada de España.

Suele decir que la Cataluña actual es todo lo contrario a la que defendió su padre como brigadista internacional. ¿Por qué?

Sí, por supuesto que es todo lo contrario. Cuando voy a Barcelona, paso mucho tiempo pensando en mi padre y en la ciudad que defendió en 1938, con las armas en la mano. Creo que es la parte más gloriosa de la Historia de Cataluña. Me encanta cuando los catalanes sienten que son herederos de ella.

A lo largo de los últimos días, también en plena pandemia, hemos conocido que el Rey Juan Carlos I creó -presuntamente- en 2008 una estructura opaca para ocultar una fortuna a Hacienda. ¿Qué le parece que la Constitución impida su investigación por ser “inviolable”?

La Constitución es inviolable en sí misma. Pero puede que sea imperfecta y que haya llegado el momento de revisarla.

Como escritor, ¿qué le parece el personaje?

Tuvo, como los humanos a menudo, un momento de grandeza, un instante en el que de repente se hizo más grande que él mismo: la Transición. Después, volvió a ser un hombre ordinario, un poco como un personaje de Balzac, como el Bel Ami de Maupassant; todos esos pequeños y codiciosos burgueses.

Cada vez son más las corruptelas conocidas de Juan Carlos I, ¿España se acerca a una Tercera República?

Es exactamente lo que le digo cuando sugiero una revisión de la Constitución. Juan Carlos I no es digno de su inviolabilidad. Debemos partir del principio de que nadie es realmente digno de ella.

También habla de los ancianos. Aquí, la epidemia asoló las residencias y, ante el colapso de la sanidad, los gobiernos autonómicos llegaron a ordenar que no se les trasladara a los hospitales. ¿Nuestra sociedad está cada vez más lejos de sus abuelos?

Es insoportable. Y lo que es aún más insoportable es la hipocresía con la que decimos: “Es por ellos, por su bien, mueren en soledad porque nos habíamos alejado de ellos para no contagiarles”. La auténtica verdad es que estábamos aterrados y que pusimos todas las excusas que pudimos para no salir de nuestro delicioso confinamiento. 

En su libro, dice: “Los virus no piensan; los virus son ciegos; los virus no aparecen para contarles historias a los humanos o transmitir mensajes de sus malos pastores. Y, en consecuencia, no hay ningún buen uso, ninguna lección social ni ningún juicio final que quepa esperar de una pandemia”. Entonces, ¿para qué sirve la filosofía? 

La conclusión que usted menciona se alcanza mediante filosofía. Denuncio esa visión religiosa del virus, que es la peor religiosidad: la religiosidad profana. La filosofía también sirve para describir el mundo orwelliano que nos espera si dejamos que quienes se aprovechan del virus, todos esos profetas del mundo de después, tengan la última palabra.

Su tesis es que la libertad está en juego. ¿Quiénes son esos “profetas del día después” que la amenazan?

La amenaza viene de nosotros mismos. Proviene de esa claudicación demasiado alegre y entusiasta ante las nuevas reglas, de ese sentimiento, que veo en muchos europeos, que consiste en decir: “¡Buenos días! ¡Divina sorpresa! ¡Estábamos esperando este momento para despedirnos de los demás, despedirnos del mundo y volver a cobijarnos en nuestro propio agujero! ¡Ha llegado el mejor de los tiempos!”.

Lévy es, junto a Houellebecq, uno de los escritores más polémicos de Francia. Jorge Barreno

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