Confieso una irritación reciente. Al leer novelas de gran éxito editorial, me encuentro cada vez más con tramas que se apoyan en palabras de la física cuántica para levantar castillos narrativos y, de paso, derribar verdades bien contrastadas. 

Entrelazamiento, superposición, universos paralelos: términos reales usados como comodines para justificar cualquier cosa, desde viajes en el tiempo hasta comunicaciones instantáneas. La licencia literaria no me incomoda; pero sí es el uso selectivo de una parte de la ciencia para negar el resto.

Durante más de un siglo hemos vivido con una certeza casi moral: nada puede viajar más rápido que la luz. Es una ley física y una frontera mental. Este límite organiza el Universo y protege la causalidad: primero la causa, luego el efecto. Sin esa barrera, el tiempo perdería su flecha y el sentido común, su último refugio.

Sin embargo, la física moderna alberga un fenómeno que parece desafiarla: el entrelazamiento cuántico. Dos partículas nacen juntas, se separan por grandes distancias y, cuando una se mide, la otra "responde" de manera instantánea. En apariencia, parece una violación flagrante del límite relativista. Intuitivamente, algo viaja más rápido que la luz.

Pero no hay desplazamiento alguno. Esa es la clave que muchas ficciones ignoran y que la ciencia ha cuidado con precisión.

El error es intuitivo y humano: si algo ocurre al mismo tiempo en dos lugares, pensamos que algo ha tenido que desplazarse entre ellos. Hablo de un mensaje, una señal, un empujón invisible. Mas, el entrelazamiento no funciona así. 

Lo que se ha descrito es bien distinto. El fenómeno en cuestión no conecta puntos del espacio; conecta descripciones del sistema. No actúa en el espacio-tiempo, sino en el espacio de estados, un territorio matemático donde viven las probabilidades antes de convertirse en hechos.

Previo a una medición, ninguna de las partículas tiene propiedades bien definidas. No es que no las conozcamos; es que no constan. Únicamente existe el sistema completo

Cuando medimos una partícula, no enviamos información a la otra. Forzamos al sistema a elegir. El resultado es siempre aleatorio, no controlable; por eso no se puede comunicar nada. Ahí está el candado que mantiene a salvo la relatividad de Einstein, esa que muchos escritores sueñan con violar. 

Dejemos algo claro: correlación no es comunicación. Dos sucesos pueden estar perfectamente correlacionados sin que haya intercambio de señales. 

La analogía clásica del par de guantes ayuda: si abro una caja y encuentro un guante izquierdo, sé al instante que el otro es derecho. No he enviado información; he revelado una relación previa. 

El planeta Tierra desde el espacio.

El planeta Tierra desde el espacio. iStock

La mecánica cuántica va más lejos: ni siquiera había guantes definidos antes de abrir. Había superposición. La medición no revela algo oculto; genera el resultado.

Durante años, esta rareza fue un debate filosófico. Hasta que John Bell hizo algo decisivo en 1964: transformó la discusión en una desigualdad matemática. 

¿Qué hizo? 

Demostró que, si el mundo fuera a la vez local —nada influye a distancia— y realista —las propiedades existen antes de medir—, las correlaciones observables tendrían un límite. La mecánica cuántica predecía que ese límite podía superarse.

Los experimentos hablaron. Desde los años ochenta hasta hoy, con pruebas cada vez más rigurosas, el resultado ha sido el mismo: la naturaleza viola las desigualdades de Bell. 

No es interpretación. Es dato. El mundo no puede ser a la vez local y realista. Alguna de esas ideas —quizá ambas— no describe el mundo físico profundamente.

Esto es lo verdaderamente incómodo. No que algo viaje más rápido que la luz, sino que la realidad no encaja del todo en nuestra forma clásica de pensar. Estamos acostumbrados a creer que las cosas están en lugares, que las propiedades pertenecen a objetos aislados. 

El entrelazamiento, por el contrario, nos susurra que hay propiedades que nacen del vínculo y se pierden al intentar separarlas. Que el Universo, en su estrato más profundo, no se compone de cosas aisladas, sino de un entramado de relaciones.

Nada de esto permite enviar mensajes superlumínicos. Para que las correlaciones tengan sentido compartido, alguien debe comparar los resultados. Y esa comparación viaja por cables, por aire, por fotones obedientes. Siempre por debajo de la velocidad de la luz. Este fenómeno desafía nuestra idea de localidad, lo sé, pero no rompe la causalidad.

Esta es la distinción que suele desaparecer en ciertas novelas: se toma la no localidad para justificar la comunicación instantánea, y se olvida que la información sigue siendo relativista. La ciencia es menos especular y más datos.

La verdadera revolución no es de velocidad. Es conceptual. La realidad no está completamente escrita antes de preguntar. En el nivel cuántico, el mundo no es una colección de hechos cerrados, sino un conjunto de posibilidades que se fijan al interactuar. No medimos lo real: lo terminamos de construir con la medida.

De ahí nacen consecuencias muy reales: computación cuántica, criptografía basada en leyes físicas, sensores de precisión extrema, teleportación cuántica auténtica —sin mover materia ni energía— siempre acompañada de un canal clásico que respeta el límite de la luz.

Einstein temía que el entrelazamiento cuántico destruyera el orden del Universo. No lo ha hecho. Lo que ha roto es nuestra tranquilidad conceptual. La luz sigue mandando. Pero nosotros ya no podemos ver el mundo como antes. Ahora sabemos que hay cosas que no viajan… y, sin embargo, nos alcanzan primero.