Cuando era niño en Jovellanos —ese pueblo escondido en la nada cubana y con nombre de humanista asturiano—, uno de mis mayores tesoros era un telescopio que apuntaba al cielo desde la azotea de casa.
Confieso sin pudor que aquello no tenía gran precisión, pero me bastaba: cada noche subía con una libreta de hojas amarillas y, mientras enfocaba algún cuerpo celeste, escribía preguntas para hacerle a un extraterrestre si algún día llegaba a encontrarse.
"¿Cómo respiras?", "¿Cómo llegaste aquí?", "¿Sabes curar las enfermedades?". Soñaba con encuentros cercanos, con alguien que viniera de "alguna fase" … distante.
Por estos días hemos leído noticias y papers científicos e, irremediablemente, pienso en aquel niño que fui.
La NASA, con el Rover Perseverance, ha explorado el cráter Jezero en Marte y ha encontrado rocas muy antiguas, arcillas que retienen materia orgánica, minerales de hierro-fosfato y sulfuro de hierro —vivianita y greigita— en lo que se llama la formación Bright Angel, en la zona conocida como Neretva Vallis.
Lo llamativo no es simplemente que haya materia orgánica. Es que los minerales y las texturas —manchas de reacción entre minerales oxidados y reducidos— sugieren que hubo reacciones químicas después de que se depositó el sedimento, reacciones de redox en ambientes de baja temperatura.
En la Tierra, reacciones así están asociadas a la vida microbiana. ¡Vida en Marte!
Pero conviene detenerse un momento. La ciencia insiste: esto no es una prueba de vida presente ni fósil. Son indicios.
Hay coincidencias con procesos biológicos, pero también explicaciones químicas posibles sin biología. Por ejemplo, minerales de hierro pueden formarse por reacciones puramente físicas, sin que una bacteria intervenga.
El siguiente paso será traer muestras a la Tierra y usar instrumentos mucho más sensibles para determinar la estructura exacta del carbono orgánico, su isotopía, la textura microscópica real del material.
De cualquier manera, el hallazgo remueve preguntas antiguas: ¿hubo vida en Marte? ¿Fue muy diferente a la nuestra? ¿Fueron organismos simples o algo intermedio? Cada uno de esos interrogantes no sólo pertenece a la ciencia, sino al terreno filosófico.
Si existieron o existen formas de vida fuera de la Tierra, ¿qué significa para nosotros? ¿Para nuestra responsabilidad como especie que contamina, que altera ecosistemas, que envía misiones robotizadas para husmear en antiguos lagos marcianos?
La ciencia no da respuestas morales directas, pero ofrece un espejo. Nos recuerda nuestra pequeñez y nuestra magnitud: somos capaces de explorar mundos, de detectar huellas químicas a millones de kilómetros, de extraer minerales, seguir texturas, proponer hipótesis de vida.
Pero también nos dice que debemos actuar con cautela, humildad, rigor. Que nunca celebremos el indicio como certeza.
Para mí, sucede algo personal cuando esas noticias llegan: se mezclan el asombro del niño que miraba al cielo en Jovellanos y la urgencia del adulto que sabe que vivimos en un mundo con problemas concretos.
No basta con soñar encuentros cercanos con extraterrestres. Hay que mejorar la vida aquí. Hay que invertir en ciencia que cure, que alimente, que sane, que proteja.
Porque si Marte tuvo lagos, agua, química favorable para lo orgánico, quizá haya enseñanzas útiles para la Tierra.
Cómo los minerales interactúan con materia orgánica puede inspirar nuevas técnicas de conservación del suelo, de tratamiento de contaminantes, de preservación del carbono orgánico. Las texturas y reacciones de Marte podrían revelar procesos que ya ocurren aquí, pero no vemos.
El estudio original advierte que se necesitan análisis más finos: instrumentación en laboratorios terrestres para identificar realmente los compuestos orgánicos, su origen, separarlos de posibles contaminantes; para entender si esos minerales se formaron por agua, por reacciones químicas en condiciones ambientales extintas, si la materia orgánica fue preservada o alterada.
Hasta que eso ocurra, el descubrimiento es esperanza, no certeza.
Mas, incluso como esperanza tiene valor. Sirve para justificar misiones más ambiciosas, financiación para instrumentos mejores, interés público renovado.
Sirve para recordar que la ciencia básica —esa que parece no rendir dividendos inmediatos— es la que permite formular preguntas fundamentales, descubrir lo que ni soñábamos que estaba tan cerca.
Te hago otra confesión: el niño de Jovellanos sigue existiendo en mí. Ahora trabajo para mejorar la calidad de vida en la Tierra: escribiendo, investigando, apoyando proyectos sanitarios, enseñando. Pero cada vez que leo sobre Bright Angel, sobre vivianita, sobre minerales orgánicos retenidos en sedimentos marcianos, siento que aquellas preguntas viejas cobran sentido.
He visto muchos descubrimientos que jamás responderán mis preguntas exactas: si los extraterrestres ríen, si tienen memoria, si aman. No tengo la respuesta. Pero sueño con encuentros cercanos "de alguna fase".
Quizá no sean con seres que conversen como nosotros, pero con señales, con huellas, con minerales que cuentan historias.
Porque no se trata únicamente de mirar al cielo, sino de usar lo que aprendemos de él para hacer más justo nuestro mundo.
Si Marte tuvo un pasado habitable, si alguna vez el agua corrió allí y la química dejó huellas, entonces también tenemos deberes aquí: conservar nuestra agua, preservar nuestras tierras, custodiar nuestras formas de vida.
Ese niño de la azotea tiene la libreta antigua, llena de preguntas, marcas de tinta que se desvanecen un poco.
Pero cada descubrimiento como este en Jezero le da razones para seguir escribiendo, para creer que, aunque los encuentros cercanos no sean con seres, pueden ser con lo misterioso que alguna vez fue vivo.
Y eso basta para vivir con asombro y responsabilidad.