En pleno verano, mientras el sol arruga las aceras, los informativos se llenan de imágenes que podrían ser postales del fin del mundo: bosques en llamas, termómetros que alcanzan los 47 °C, embalses que parecen heridas secas, peces muertos flotando en ríos sin caudal. Lo miramos —una vez más— con estupor, pero también con una resignación aprendida. Parece que ya nos hemos acostumbrado al desastre.

Sin embargo, hay algo inquietante en esa normalización. Mientras nosotros desconectamos, nos vamos de viaje o buscamos sombra bajo una sombrilla, el cambio climático no se toma vacaciones. No hay tregua en el deshielo del Ártico. No hay descanso en la subida del nivel del mar. No hay pausa en la liberación de gases de efecto invernadero.

La ciencia lo dice sin titubeos: los veranos extremos han dejado de ser anomalías y se están convirtiendo en la nueva estación base. Las olas de calor, cada vez más largas y frecuentes, están directamente relacionadas con el calentamiento global causado por la actividad humana. Es decir: por nosotros.

Y sí, sabemos que es incómodo escucharlo. El verano se supone que es para descansar, para olvidarse del mundo. Mas hay cosas que no podemos seguir olvidando. O, mejor dicho, hay cosas que no deberíamos haber olvidado nunca.

Los datos son apabullantes. Según Copernicus, el servicio europeo de vigilancia climática, julio de 2023 fue el mes más caluroso registrado en la historia de la humanidad. No es solo una cifra récord, es una señal. Los incendios forestales se multiplicaron, los cultivos se vieron diezmados por la sequía, y la mortalidad por calor extremo superó los 70.000 casos en Europa. Y lo peor: gran parte de esas muertes eran evitables.

Porque el cambio climático no es un fenómeno distante ni abstracto. Es tangible, cotidiano, íntimo. Está en la factura de la luz que se dispara por los aires acondicionados. En las noches sin sueño. En los cuerpos que no aguantan. En los veranos que ya no se parecen a los de antes.

Pero hay algo más peligroso que el propio calor: el olvido. Esa costumbre humana de mirar hacia otro lado. De pasar página porque ya vendrá septiembre. De reducir el cambio climático a una conversación incómoda entre el aperitivo y el postre. Y ese olvido estival, esa "desmemoria climática", es lo que más urge combatir.

¿Cómo se combate el olvido? 

Con conocimiento, conciencia y acción. La ciencia describe el problema y ofrece soluciones. Sabemos lo que hay que hacer: reducir las emisiones de CO₂, abandonar progresivamente los combustibles fósiles, apostar por energías limpias, transformar el modelo agrícola y de transporte, repensar las ciudades. No es imposible. Pero exige voluntad política y presión ciudadana.

Además, exige algo más sutil y fundamental: una nueva relación emocional con el planeta. Porque mientras lo veamos como un recurso, como algo ajeno, como una cosa que se puede explotar hasta el agotamiento, seguiremos caminando hacia el abismo con el paso firme de los inconscientes.

Quizá el verano, con su luz brutal y su capacidad para suspender lo cotidiano, pueda ayudarnos a despertar. Porque en los atardeceres rojizos hay belleza, sí, pero también alerta. En el suelo agrietado hay poesía y hay dolor. Y en la experiencia de sudar, como nunca antes, hay una oportunidad de preguntarnos: ¿qué mundo queremos habitar dentro de veinte años?

Ojo, no todo es desesperanza. Hay historias que inspiran: ciudades que reverdecen, escuelas que instalan placas solares, jóvenes que dejan de comprar compulsivamente, científicos que inventan materiales sostenibles, artistas que denuncian desde la escena. El cambio está ocurriendo. Lo que no podemos permitirnos es el lujo de mirar hacia otro lado.

Por eso, esta columna es una invitación. A que, entre siesta y siesta, miremos el cielo y pensemos en él. A que en medio del mar o del campo, escuchemos lo que la naturaleza —aunque herida— todavía intenta decirnos. A que entendamos que cuidar el planeta no es una carga, sino una forma de cuidar nuestro futuro.

No se trata de vivir con culpa, sino con conciencia. De recuperar la capacidad de asombro, de indignación, de compromiso. De recordar —incluso en vacaciones— que el mundo sigue girando, y que cada decisión, cada gesto, cada omisión, cuenta.

Porque sí: el planeta no cierra por vacaciones. Y nosotros no deberíamos cerrar los ojos.