En los últimos años hay una tendencia a usar el término “diversidad funcional” para dirigirse a las personas con discapacidad. Desde el Centro Especial de Empleo de Vivofácil (antes Alares), y en línea con Naciones Unidas y varias organizaciones, apostamos por el uso del término “persona con discapacidad”. ¿Por qué? Porque lo que no se nombra, no se ve, y el uso de eufemismos solo contribuye a continuar estigmatizando a las personas de este colectivo.

Por ello, tenemos que comenzar por darle al lenguaje la importancia que tiene y repasar los motivos por los que debemos utilizar bien los conceptos a la hora de comunicarnos en los entornos laborales que pretendan ser inclusivos. El lenguaje es capaz de generar emociones positivas, liderar equipos, empoderar a las personas, visibilizar y normaliza. En definitiva, construir realidades.

Sobre el concepto de discapacidad, es importante conocer que ha pasado por diversas fases, evolucionando conforme al contexto cultural, social y político de la época. Nos hemos encontrado a lo largo de la historia con varios términos, no siempre apropiados, en relación a la discapacidad: disminuido, minusválido, inválido, incapacitado, discapacitado, etc. Todas ellas relacionadas con la falta o deterioro de una estructura o función corporal, derivada de la visión del modelo médico, en el que era prioritaria la condición de impedido o minusválido sobre su entidad como persona.

No obstante, poco a poco, se ha evolucionado hacia una perspectiva más positiva y relacional, para llegar a un modelo más social e inclusivo donde las personas toman un papel principal, y donde la participación en igualdad de condiciones es la meta. Ahora bien, para que esa meta se convierta en una realidad, es importante romper de una vez con el miedo a llamar a las cosas por su nombre. Miedo generado por el estigma, el sesgo y el prejuicio a que” discapacidad” va a asociado a connotaciones negativas. 

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Tanto es este recelo, que en 2005 el Foro de Vida Independiente y Diversidad propuso  utilizar el término “diversidad funcional”, ya que suponía una visión positiva porque “carecía de carácter negativo o médico, y en lugar de partir de una insuficiencia, lo hace desde una característica especial y enriquecedora, reclamando que es algo que no debe ser remediado”.

¿Cómo le decimos a unos padres que han tenido un hijo con una discapacidad, que su hijo tiene “diversidad funcional”, pero que necesita terapias, rehabilitación y apoyos técnicos? Haciendo uso de esa palabra no se visibiliza la normalidad, es como si fuera necesario poner con palabras bonitas algo feo, y la discapacidad no lo es. Son los sesgos y prejuicios que desde hace tantos años cuelgan de algo tan natural como es tener una discapacidad.

Para luchar contra el estigma y las connotaciones negativas asociadas al término “discapacidad”, la solución no pasa por dejar de usar la palabra “discapacidad”, sino por normalizar su uso en el día a día hasta lograr que las personas pierdan ese miedo al que hacemos alusión y que se convierte en el principal freno a la hora de hablar sobre la discapacidad y sobre las personas con discapacidad.

De hecho, las personas que trabajan en nuestro Centro Especial de Empleo y los sondeos realizados con las empresas con las que trabajamos en la creación de entornos inclusivos y la gestión de la Discapacidad no se identifican con un término distinto al de discapacidad (91,9% de los encuestados).

Por lo tanto, la aplicación y el uso de eufemismos solo contribuye al ocultamiento. En muchas ocasiones, se confunde con el respeto y la educación, puesto que el miedo a equivocarse, fruto del desconocimiento, lleva al uso de estos términos que adquieren en el imaginario social una connotación positiva desde el punto de vista de quien no tiene discapacidad.

Las falsas creencias

Como hemos mencionado, el lenguaje construye realidades a través de su uso, por lo que normalizar la palabra discapacidad no solo aportaría un gran valor en la contribución de la inclusión plena de estas personas, sino que ayudaría a eliminar asociaciones y creencias erróneas que se tienen sobre el concepto. Al entender la discapacidad desde un punto de vista capacitista, centrado únicamente en lo que puede o no hacer una persona, lleva a la asociación, con frecuencia, de las siguientes falsas creencias.

Por ejemplo, que la discapacidad va ligada, de manera directa, a la falta de alguna capacidad. Ello genera que las personas utilicen de manera equivocada el término discapacidad al hablar de sus propias capacidades: “Soy discapacitada en pintura”. Esto no solo refuerza el estigma negativo, sino que pone por delante de la persona, al concepto, creando con ello la idea de que la discapacidad define por completo a una persona.

Asimismo, que la discapacidad y la dependencia son símiles. Es un error frecuente la asociación o confusión entre los términos. Sin embargo, las personas con discapacidad no son necesariamente dependientes. La dependencia se mide en grados de necesidad de apoyo que no solo surgen como consecuencia de tener una discapacidad, sino que puede desarrollarse tras un proceso de enfermedad o como consecuencia de la edad.

También, que la discapacidad es, en sí misma, una enfermedad. Si bien hay enfermedades que, a causa de las secuelas y repercusiones que tienen, pueden derivar en que la persona tenga una discapacidad. Pero por sí mismas no son equivalentes. La discapacidad es un término que alude a las barreras sociales, personales y laborales que una persona, a causa de una condición física, sensorial, psicológica o neurológica, se encuentra en el día a día, ya sea en el entorno más inmediato, o en los distintos contextos en los que se desenvuelve.

O, incluso, que cuando seamos mayores, tendremos discapacidad. Como hemos dicho antes, enfermedad no es sinónimo de discapacidad, por lo que podemos avanzar en la vida e ir cumpliendo años con achaques pero que no va de la mano de tener un certificado de discapacidad ni un grado de dependencia. Podemos ser mayores: sin discapacidad y sin dependencia; sin discapacidad y con dependencia; con discapacidad y sin dependencia, y con discapacidad y con dependencia.

Si ser mayor fuese de la mano de tener discapacidad, las personas con esta situación previa, al llegar a esa edad avanzada, tendrían más añadidas y diferentes a la de origen. Esto no es real. Intentar normalizar la discapacidad indicando que todos y todas la tendremos en algún momento para generar mayor empatía no soluciona la problemática actual de considerar a cada persona con discapacidad única con sus capacidades, competencias y habilidades propias y eliminar los sesgos, prejuicios y creencias erróneas. 

Al tener estas ideas en el imaginario social, los entornos laborales, en lugar de mostrarse abiertos a la discapacidad, la rechazan. Porque estas asociaciones no son únicamente y por sí solas el foco de la desigualdad, sino que generan presuposiciones sobre estas personas: que faltan más al trabajo, que son “menos capaces” que otras, que “no pueden” hacerlo de la misma manera… En definitiva, que suponen una fuente de necesidades en lugar de una fuente de enriquecimiento.

Como el punto de partida es visto desde la necesidad, genera, a su vez, otro tipo de falsa creencia: las personas con discapacidad tienen mayor resiliencia y fuerza de voluntad que las personas sin discapacidad. Ello, aunque a priori podría resultar algo positivo, genera que se invaliden los logros de las personas con discapacidad, ya que se sobreentiende que el esfuerzo “extra” que deben hacer, se debe a la discapacidad, pero que se trata de logros que todas las personas sin ella pueden alcanzar. 

No debemos olvidar que es tarea de todas las personas lograr la transformación de los entornos sociales y laborales, y que ese cambio comienza con gestos tan pequeños como cuidar nuestro uso del lenguaje para que sea cada vez más inclusivo.

***Beatriz Coleto es coordinadora del Centro Especial de Empleo de Vivofácil.