Congreso de los Diputados. Imagen de archivo

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La tribuna

Dignificación de la función parlamentaria

3 abril, 2024 11:13

Justificación

Planteada por la Junta Directiva de la Asociación de ex Diputados y ex Senadores de las Cortes Generales la iniciativa de crear un Instituto para la Formación en Políticas públicas, Parlamento y Gobierno parece pertinente, como tarea previa a la puesta en funcionamiento de esta meritoria idea, abordar el diagnóstico de la opinión pública en estas tres áreas del ámbito de actuación del proyectado Instituto, y conocido el mismo que nos sirva para una más correcta formulación de propuestas.

En el caso de este escrito, redactado como aportación a la ponencia que servirá de base para el debate en el seno de la Asamblea plenaria de la Asociación, se aborda el tema de la dignificación de la función parlamentaria, en consonancia con las notas previas elaboradas al respecto por la Junta Directiva.

Primera aproximación a un diagnóstico

De manera más que preocupante para la salud democrática de España se viene produciendo entre amplias capas de la población un creciente rechazo, y hasta con caracteres muy críticos, hacia lo que ya se conoce como “la clase política”, de tal manera que en recientes consultas demoscópicas “los políticos” se han convertido en uno de los principales problemas detectados por la opinión pública. Las propias denominaciones de “clase política” y “políticos”, ya son empleadas con frecuencia en sentido completamente peyorativo, como si se tratase de una especie de casta social elitista y sometida a toda clase de sospechas cuando no de claras acusaciones sobre la moralidad de su conducta pública. Y la misma palabra “casta”, con intención muy despectiva, es otra de las denominaciones que ya empieza a ser de uso habitual en los medios y círculos de opinión más críticos.

No se debe caer en la tentación de simplificar excesivamente un hecho de suyo complejo y que, para ese análisis más primario, tendría su más remoto origen y explicación sociológica en la aversión que en todo lugar y en toda época, muy singularmente en España, ha despertado la posesión y el ejercicio del poder –de cualquier clase de poder– en amplios estratos sociales que, por lo que hace a su expresión política, insatisfechos en su utopía de detentarlo de forma directa colectivamente, o no se han sentido identificados en absoluto con él, y en ese caso le han considerado como arbitrario y hasta opresor,  o, en el mejor de los casos, sólo le han experimentado como una representación de sus intereses muy lejana e imperfecta.

Desde la experiencia histórica de cualquier régimen autocrático hasta la de la democracia más admitida por el consenso social,  toda la amplia gama argumental de los principios más próximos a la acracia, tanto teórica como práctica, darían base de validez a aquel simplista diagnóstico y también en ella encontraríamos gran parte del arsenal, presuntamente “ideológico”, de todos los movimientos antisistema o de los intentos más claramente involucionistas.

En el contexto de la actual crisis económica

Sin embargo, la complejidad del análisis, y más aún referido a la situación de nuestros días, en nuestros aquí y ahora, nos debe llevar a explorar otras motivaciones de la crítica a la clase política. La primera la deberíamos encontrar en el contexto de la actual crisis económica. Su dimensión es de tal magnitud y afecta a tan amplios estratos de la población que, de forma casi inevitable, “requiere” una especie de chivo expiatorio que pague sus devastadores efectos. “La culpa la tienen los que mandan”, como razón más próxima a la primera de las causas apuntadas de rechazo al poder, es el irracional argumento más al alcance de la mano de quienes sufren el zarpazo de la crisis en sus propias economías personales o familiares. Para esta crítica, el correlato equivalente, sin más razonamiento, es que la crisis económica poco menos que está originada por la clase política.

Para quienes depuran y racionalizan algo más su crítica, la razón de la persistencia y gravedad de la crisis económica que les afecta es que los políticos no hacen nada o hacen muy poco por resolverla o combatirla. Están a lo suyo, opinan. Pero no por más moderada en las formas esta crítica es menos demoledora en el fondo, porque su conclusión inmediata es que, mientras que los ciudadanos de a pie sufren los efectos de la crisis, a  los políticos no les afecta. Ellos, según este criterio, se incorporaron a la actividad política y pretenden continuar vitaliciamente en ella para medrar en sus economías y quedar a salvo de cualquier situación de adversidad económica general. La política es su parapeto de defensa, al que atribuyen buenos sueldos y prebendas varias.

La política como profesión vitalicia

Según esta posición crítica, los políticos se han instalado en una especie de invulnerable bola de cristal que no sólo les aísla de la sociedad y les impide el conocimiento exacto de las realidades, sino que les deja a salvo de cualquier coyuntura económica adversa, y que sólo afectará a la mayor parte de la población externa a esa bola de cristal, pero nunca a ellos.

La resistencia numantina a abandonar esa bola de cristal conduce a un entendimiento del ejercicio de la política como profesión muy duradera, e incluso vitalicia. Ese concepto de profesionales de la política induce en la gente del común una visión muy negativa y crítica de esta actividad pública, que lejos de ser entendida por quienes la practican como un servicio transitorio a la comunidad no puede sino interpretarse como un permanente modus vivendi en beneficio propio. El hecho de no tener que enfrentarse al final de cada mes con la obligación de pagar una nómina, si se es pequeño empresario o trabajador autónomo, o con la incertidumbre de si se podrá cobrar la misma como asalariado de una empresa en crisis o en el peor de los casos verse abocado al desempleo, y que, por el contrario, lejos de cualquiera de esas dificultades y complicadas vicisitudes de la supervivencia diaria, con la profesión política se tiene asegurado el presente y el futuro sin padecer ninguno de esos problemas, no puede por menos que desencadenar en la inmensa mayoría social no perteneciente a ese grupo una gran aversión y rechazo a ese privilegiado clan de los “profesionales de la política”. Esa impresión, muy generalizada, de que “quien entra en política es para no salir ya nunca de ella”, (nuevos destinos o cargos, cambios de status sólo aparente, etc.)  despierta entre la ciudadanía una fuerte antipatía.

Por otra parte, esa lucha por el mantenimiento vitalicio del status político suele producir en el seno interno de los partidos unas tremendas batallas intestinas entre quienes detentan ese status y quienes también pretenden acceder a él, con el consiguiente despilfarro de energías humanas, en una exhibición obscena de intereses estrictamente personales, y alejamiento de los verdaderos problemas reales de la sociedad. La opinión pública también valora muy negativamente esta circunstancia, ya que muy lejos de entender esa pugna como una saludable competencia para el ascenso de los mejores, sólo suele manifestarse descarnadamente como una mera lucha por los privilegios que otorga acceder a la “casta”. En definitiva, una lucha por “hacer carrera política”, como suele también expresarse en términos populares.

La corrupción

Otro de los motivos a detectar en esta creciente desafección popular a la clase política es la corrupción que como cáncer con metástasis de diversa extensión –nacional, autonómica, local– invade la vida política del país, siendo raro el día que, de un tiempo a esta parte,  los medios de comunicación –arrimando cada cual el ascua a su sardina política o ideológica– no reflejan, con mayor o menor fundamento o veracidad contrastada, casos de corrupción política en cualquiera de sus variantes, desde tráfico de influencias, mal uso de los caudales públicos o enriquecimientos ilícitos de sorprendente rapidez, y ello sin que queden a salvo incluso personas y órganos del Estado del más relevante rango de la estructura institucional del país.

El simple hecho de la aparición y denuncia de estos casos en medios de comunicación muy distantes entre sí en sus respectivos credos políticos y líneas editoriales, utilizadas casi siempre como arma arrojadiza entre unos y otros, agrava más el diagnóstico por el hecho de que esas denuncias, en su expresión mediática, al proceder de distintos campos ideológicos, –el “y tú más” como argumento de precario e inmoral consuelo–  permiten presuponer que, precisamente por esa razón, el fenómeno es más extenso y general. Significativamente, este incremento de la aparición pública de casos de corrupción ha venido a coincidir en el tiempo con el descenso acelerado de la valoración de la clase política por parte de los ciudadanos, y la conclusión de la opinión más generalizada, aunque sea de expresión muy burda y de análisis muy primario, es que “los políticos sólo están en la política para forrarse”.

Es muy importante resaltar el terrible efecto de contaminación moral que produce la corrupción política en el seno de la sociedad y que, por desgracia, suele plasmarse en frases tales como “si yo pudiera también lo haría”, lo que obliga a pensar  que con la corrupción la clase política alcanza la más grave de sus culpas, ya que muy lejos de ser para la sociedad un referente de buen ejemplo y de conductas morales a seguir por todos, se convierte exactamente en todo lo contrario. Por otra parte, la opinión pública está dispuesta a tener un juicio más benévolo respecto de idénticas prácticas inmorales de corrupción en el ámbito privado, derivado sin duda del hecho de que tales conductas, aunque sean igualmente reprobables en términos éticos, no afectan al uso ilícito de fondos públicos.

Lo verdaderamente grave sería que se hubiera iniciado el camino de una especie de “cultura de la corrupción”, hasta aceptada por un consenso social generalizado, por la cual se viniera a concluir que cualquier obra, contrato, puesto de trabajo o subvención solo pueden lograrse a través de la recomendación o de la influencia política que, a cambio, exigiría la remuneración monetaria correspondiente. Y peor aún, que a tal degradación moral colectiva se le otorgara carta de normalidad. El viejo adagio “el que no tiene padrino no se bautiza” quedaría así consagrado como lema fatalmente cierto e inamovible.

La incapacidad de consenso

Otra causa del distanciamiento crítico de la población del ejercicio de la política y de las personas y organizaciones que le protagonizan es la incapacidad de consenso sobre los graves temas que afectan a una gran parte de la gente. Se agrava y se hace más agudo este sentimiento crítico de rechazo a la clase política, precisamente en el mismo contexto de la profunda crisis económica que estamos viviendo y cuyos principales problemas deberían abordarse, según esta opinión, en un clima de colaboración y de soluciones consensuadas entre los partidos políticos, fundamentalmente los dos mayoritarios en el conjunto de la política nacional. Denunciada esta incapacidad para el consenso, la crítica pone de manifiesto que ambos partidos y sus principales líderes y dirigentes sólo están interesados en sus rifirrafes y en sus enfrentamientos personales y de grupo, dejando al margen los intereses generales de la población y la solución de los graves problemas que, en el día a día, les afectan tales como paro, garantía del sistema público de pensiones, imposibilidad de acceso a la vivienda o incremento insoportable de sus cargas hipotecarias.

En razón de los distintos planteamientos ideológicos y políticos de cada partido, la opinión pública admite, como base del sistema democrático, que en condiciones normales esas diferencias son lógicas y lo es que se trasladen a programas electorales, al debate parlamentario y a las posiciones que se hacen llegar por cada grupo a los medios de comunicación, pero en el contexto concreto de la actual y grave crisis económica que nos afecta, a esa misma opinión pública le resulta incomprensible y hasta escandaloso –y de ahí su juicio muy crítico– que no se aborden en un clima de auténtico compromiso consensuado los graves problemas sociales y económicos que la crisis ha desencadenado para un amplio espectro de la población.

La mediocridad

Otra de las razones que están en la base de ese creciente descrédito de la clase política es la mediocridad de la mayoría de los líderes y dirigentes. Este aspecto crítico, de procedencia tal vez más minoritaria pero de muy intensa influencia en el conjunto de la opinión, y que se refiere sobre todo a carencias de formación, culturales e intelectuales, sostiene que accede al ejercicio de cargos políticos gente no preparada, sin currículo ni medianamente suficiente para el desempeño de sus responsabilidades públicas. Esta crítica se formula sobre todo en el mundo de las profesiones liberales, de los cargos medios o directivos de la pequeña y mediana empresa, en el mundo universitario y académico de cierta cualificación y en una parte importante del ámbito de los medios de comunicación con más capacidad de crear estados de opinión.

Nuestras preguntas como Asociación

Todas estas causas, y alguna otra de valoración más particular, forman en su conjunto un diagnóstico de la calidad política, moral e intelectual de la clase dirigente muy deficiente, y es el que explica los negativos resultados de las encuestas de opinión al respecto.

Nuestras preguntas como miembros de una Asociación de Ex-Parlamentarios deben ser las siguientes: esta valoración tan negativa de la clase política, ¿es aplicable a la función parlamentaria actual?, o dicho de otro modo, ¿queda o no excluido el conjunto de parlamentarios de las Cortes Generales de esa denominación tan severamente peyorativa de “clase política”? Si hemos de ser objetivos habremos de reconocer que, por una parte, la denominación “clase política” es aplicable en muy gran medida en términos cuantitativos al conjunto de Diputados y Senadores que ejercen la función parlamentaria, y por otra –y ésto sería lo más lamentable, ya en términos cualitativos– que aquella lista de reparos o acusaciones críticas también le resultan en su totalidad aplicables. Dicho muy resumidamente, se podrá hablar de otros políticos, (alcaldes, concejales, cargos políticos ejecutivos tanto en la administración del Estado como en las administraciones autonómicas, etc.), pero también se habla de parlamentarios y es ese el dictamen que nos hace la opinión pública.

Resulta ineludible, por tanto, si queremos abordar desde nuestra Asociación una vigorosa y comprometida labor a favor de la dignificación de la función parlamentaria, que afrontemos de forma muy autocrítica esa larga lista de objeciones y defectos que conforman el negativo diagnóstico anteriormente expuesto y apliquemos las soluciones más adecuadas para su corrección.

Comentarios y sugerencias para las propuestas

El contexto de la crisis económica actual:

-La clase política como chivo expiatorio: “La culpa de la crisis la tienen los que mandan”

-Los políticos no hacen nada por resolver la crisis. Están sólo a lo suyo.

Propuesta para la ponencia:

En este apartado cabe sugerir la necesidad de que el Instituto aborde desde el mismo instante de su fundación una intensa labor de pedagogía y difusión en los medios de comunicación,  tendentes a racionalizar los argumentos de cualquier crítica a la clase política utilizando todos los medios a su alcance. Para ello, y entre otros, sería conveniente la organización de un seminario abierto o de unas “Jornadas de reflexión y debate sobre el papel de la clase política parlamentaria en el contexto de la crisis económica".

La política como profesión vitalicia:

-Los políticos viven en una bola de cristal que les aísla de las realidades.

-Los políticos se convierten en profesionales de la política de la que pretenden vivir permanentemente. Es su profesión vitalicia. El problema de la limitación temporal de los mandatos.

-El mantenimiento del status vitalicio suele desencadenar en el seno interno de los partidos unas tremendas batallas intestinas que suponen un derroche de energías humanas y un alejamiento de los problemas reales.

Propuesta para la ponencia:

Se sugiere en este epígrafe como uno de los asuntos más importantes a abordar el tema de la limitación temporal de los mandatos. Parece que hasta el momento presente el debate se ha centrado casi exclusivamente en los cargos del poder ejecutivo. Sin embargo, cabe plantearse si, en aras a evitar esa concepción del ejercicio vitalicio del poder –de cualquier poder–, y que está actualmente en el centro de la crítica social,  cabe también plantearse un límite temporal del número de mandatos en la función parlamentaria y darle a ello un carácter de disposición legal general o, cuando menos, que sea asumido como norma del funcionamiento interno de los partidos.

En contra de esta hipótesis nos encontraríamos con dos argumentos muy consistentes: de un lado, que no parece razonable aplicar tal criterio con carácter general, con el riesgo de prescindir de personas cuya valía, y con ella su excelente servicio al Parlamento, no deben quedar condicionados a un corto plazo temporal. El hecho de no estar precisamente sobrados de esta clase de políticos de talla excepcional aconsejaría que su permanencia en la función parlamentaria –que, al fin y al cabo, es tanto como una “inversión” que la sociedad ha realizado en su persona– no se “despilfarre” o “amortice” a tan corto plazo.

De otro lado, con razones en cierto modo parecidas a las anteriores, no parece sensato prescindir tan pronto y sin provecho de la experiencia adquirida como valor incorporado al propio currículo del Diputado o del Senador.

Los argumentos a la contra son también muy importantes: el primero y principal, en la línea ya apuntada, el valor moralizante –de auténtica pedagogía ética para la sociedad– de que no se toma la política como un mero ejercicio profesional del que se pretende vivir de por vida. En definitiva, poner en solfa el papel del “político profesional”.  Otra razón sería la de dotar al Parlamento de permanente savia renovada, con incorporación al mismo de generaciones jóvenes que hoy se sienten “taponadas” por una especie de gerontocracia parlamentaria –“siempre son los mismos”, se dice– y que aportarían al debate parlamentario y a la vida de las Cámaras lo más reciente y vivo de las inquietudes generales y de la problemática social.

Estos son los elementos del debate, y lo más probable es que el acierto radique en una solución de compromiso en la que, aceptada como principio la supresión del carácter cuasi vitalicio o de muy larga duración de la condición de Diputados y Senadores, quede en ambas Cámaras una especie de reducido núcleo de permanencia algo más duradera, que sea una especie de solera parlamentaria basada en la excepcional calidad humana, política e intelectual de sus miembros. Cabe señalar al respecto el importante papel que puede jugar nuestra Asociación y el propio Instituto en tareas de consejo  y asesoramiento a los componentes de unas Cámaras más renovadas –y hasta más rejuvenecidas– que sin menoscabo de la labor política propia, independiente y autónoma,  de los Grupos Parlamentarios ejerzan una especie de magisterio de eméritos destinado, desde la experiencia –y, hasta en cierto modo, del desapasionamiento de la inmediata visión partidaria de los temas– a dignificar la función parlamentaria.

La corrupción

-Es el aspecto más severamente criticado por la opinión pública aunque, sin embargo, contrasta, por una parte, con un juicio mucho más benévolo cuando prácticas corruptas igualmente inmorales se detectan en el ámbito, no político, de las relaciones privadas, y por otra parte, hasta se llega a “desear” por algunos tener las ventajas que otorga la práctica de la corrupción en el ámbito político. Ambas circunstancias, a cual más deprimente, deben entenderse como el efecto contaminante que la corrupción de la clase política ha trasladado al conjunto de la sociedad.

Propuesta para la ponencia:

El Instituto podría crear un grupo de asesoramiento y colaboración con la Fiscalía Anticorrupción que, respetando las funciones propias y autonomía institucional de la Fiscalía, emitiese criterios concretos que,  en el ámbito de aplicación general de las leyes, fuesen de aplicación a las conductas públicas de Diputados y Senadores en el desarrollo de su función parlamentaria, (incompatibilidades, posible colisión de intereses entre actividades privadas y públicas, “áreas de riesgo” para los posibles tráficos de influencia, salvaguarda de los derechos de familiares próximos al parlamentario, etc.).

La incapacidad para el consenso

-En el actual contexto de crisis económica se juzga muy negativamente que los dos grandes partidos de la vida política nacional estén enzarzados en sus luchas partidarias y no se pongan de acuerdo en la búsqueda de soluciones para los grandes y graves problemas que afectan a una parte muy importante de la población.

Propuesta para la ponencia:

El Instituto, de entre miembros de la Asociación que todavía mantengan militancia en los diversos partidos políticos, podría formar Grupos de Consenso que, muy eventualmente y para asuntos de gran relieve político, social o económico, alcanzasen fórmulas o textos de compromiso y mutuo acuerdo. Estos textos podrían ser remitidos a los Grupos Parlamentarios para su toma en consideración.

La mediocridad de líderes y dirigentes

-Por lo que hace a la función de las cámaras legislativas, esta crítica viene a concluir en la ínfima calidad y el deplorable nivel de la vida parlamentaria y en las graves carencias, tanto culturales como intelectuales, de una buena parte de los componentes de las mismas.

-Está muy extendida la opinión de que no todo el mundo vale para ocupar un escaño parlamentario y que, precisamente por no haber sido entendido así por los partidos políticos, la figura del parlamentario –desde el cunero hasta el “culiparlante”– ha contribuido en gran medida al desprestigio de la función parlamentaria y de la propia clase política en general.

Propuesta para la ponencia:

Se plantea el problema de la selección de candidatos. Si queremos realmente dignificar la función parlamentaria deberíamos convenir que a ella sólo deben acceder los mejores. Este es un asunto capital. La primera idea a combatir –no exenta de tintes demagógicos–  será la de que cualquier proceso de selección basado en ese criterio  es un procedimiento elitista y discriminatorio, que vulneraría el sagrado principio democrático de que cualquiera tiene el “derecho a elegir y a ser elegido”.  La resistencia será probablemente muy fuerte en el apparatchik  de los partidos, acostumbrados a que la designación de candidatos a Diputados y Senadores sea casi siempre un proceso muy tutelado por las respectivas nomenklaturas partidarias y, con frecuencia, no exento de tensiones y maniobras cuyo resultado final no suele ser,  por desgracia,  que los elegidos sean los más capacitados y preparados para ejercer la función parlamentaria, sino los que han movido mejor sus hilos en las asambleas y reuniones previas a la elección por las llamadas “bases” de los partidos en cada circunscripción, cuando no simple consecuencia de una pura designación “digital”, ajena a la provincia en cuestión, y en la más estricta práctica del clásico cunerismo.

Es éste un asunto de tan definitiva importancia que la Asociación y el Instituto no podrían eludir la aportación de ideas y sugerencias para que este procedimiento de selección sea lo más eficaz posible en orden a conseguir el deseado objetivo de dignificar la función parlamentaria, y hasta si llega el caso participar de alguna manera práctica y efectiva, por supuesto con total respeto a la autonomía de las organizaciones partidarias, en los procesos selectivos de los candidatos.

En principio, una posible idea a plantear es la creación de una Escuela de Parlamentarios que creada y dirigida por la Asociación y el Instituto brindara a los partidos políticos Cursos de Formación para la Función Parlamentaria. Estos cursos, muy  intensivos y de corta duración e impartidos por especialistas, contarían con programas pluridisciplinares, políticamente asépticos,  (Historia, Derecho y Ciencias Jurídicas, Economía, Nuevas Tecnologías, Ciencias Medioambientales, Ciencias de la Comunicación, Pedagogía y Oratoria, etc.). El método de acceso, de carácter totalmente voluntario, podría ser el de presentación por cada partido de una lista de preseleccionados que, al final del curso, superada una prueba, hubieran alcanzado la calificación de “idóneos”, la cual, por supuesto sin ninguna capacidad vinculante, podría orientar a los partidos en la selección de sus mejores candidatos.

En relación con la limitación temporal de mandatos, tema, ya tratado anteriormente, y éste de la selección de candidatos, se debe abordar la situación de la repetición del mandato del Diputado o del Senador que ya ha ejercido durante una o más legislaturas. Ante la situación de pasividad o actividad muy reducida de una buena parte de los miembros de las Cámaras, es necesario promover su participación: al Diputado o Senador hay que darle trabajo, se deben sentir implicados en todo el proceso legislativo y así experimentar que su papel en las Cortes es plenamente participativo. Aunque el producto legislativo que sale de las Cámaras es de ámbito nacional, el Diputado o Senador debería poder llevar a cada texto, a los debates y a las enmiendas, la problemática que cada ley presenta en su circunscripción y, desde el conocimiento de la misma, aportar propuestas o sugerencias para ser debatidas y, en su caso, incorporadas a los textos legales. Así, por ejemplo, si se está tratando de una ley de protección medioambiental, el Parlamentario debería indicar los casos y lugares concretos que hay en su provincia de vertidos incontrolados, contaminación de acuíferos o proyectos en marcha sometidos a evaluación de impacto ambiental.

Se evitaría así esa actitud pasiva, puramente presencial, del Parlamentario “culiparlante”, que no cumple en toda la legislatura otras funciones que las de apretar el botón a favor de su grupo en cada votación o aplaudir la intervención de sus líderes en los Plenos. Nada más deprimente y negativo para la dura crítica social a la función parlamentaria que esas tomas televisivas en las que el hemiciclo aparece casi vacío. Y así, tanto sus asistencias y permanencia en el escaño, como el seguimiento de su actividad, tanto en Pleno como en Comisiones, en la línea de lo anteriormente apuntado, deberían ser criterios decisivos manejados por cada Grupo Parlamentario para informar a sus respectivos partidos sobre la conveniencia de que el Diputado o Senador continúe en su puesto en la siguiente legislatura o, por el contrario, se aconseja su sustitución.

CONCLUSIÓN:

El análisis precedente y las propuestas para la ponencia correspondientes a cada epígrafe del mismo,  a debatir para la puesta en marcha del Instituto para la Formación en Políticas públicas, Parlamento y Gobierno, pretenden ser una aportación básica en el ámbito del “área Parlamento”,  en orden a algo tan decisivo como recuperar el prestigio de ambas Cámaras de las Cortes Generales de España, hoy por hoy –como el conjunto de la actividad política–  muy deteriorado, y  fijar los criterios prioritarios sobre los que debe construirse desde la situación actual la dignificación de la función parlamentaria.

RICARDO SÁNCHEZ CANDELAS

Ex-Senador y ex-Diputado por Toledo

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