La legión de colaboradores del imperio se dispuso a cumplir las órdenes del káiser con la máxima celeridad. No había tiempo que perder. Pedro I El Guapérrimo, eje y fundador de todas las cosas, había sido absolutamente explícito en sus instrucciones: someter a todos los enemigos de la democracia y ponerlos bajo control y sumisión al otro lado del muro. No cabía vuelta atrás. El emperador, guardián único de las esencias de la libertad y el progreso, quería fuera del sistema a las grandes fuerzas reaccionarias que impedían avanzar al pueblo, en cuyo nombre todo se perpetraba: los elementos ultras, todos y cada uno, deberían caer subyugados y vencidos, aplastados por la ciudadanía a través del brazo ejecutor del ejército de leales al mando supremo de la dominación. Todo por el pueblo.

Pedro I El Guapérrimo entendía la discrepancia y la rivalidad política, no como la legítima contraparte del poder, el juego de equilibrios del Estado, sino como una afrenta personal y una ofensa intolerable, y en esa idea de fondo, profundamente abisal, basaba todo su pensamiento político y su batalla: la democracia soy yo. Todo lo demás es extrarradio, chusma y fango. El sultán atesoraba la verdad incontrovertible de que sólo su mano maestra era capaz de conducir al pueblo hacia la luz y la felicidad. Y bajo esa divisa gobernaba. En sólo unos pocos años había conseguido laminar casi todas las superestructuras del Estado, caídas bajo su mando y en manos de sus fieles y ultrafieles, pero aún quedaban pestilentes restos de resistencia a los que era imprescindible reducir al otro lado de la frontera. No se podía tolerar que no reconocieran la legitimidad de su poder.

La decisión estaba ya tomada y las órdenes dispuestas a cumplirse. Pedro I el Guapérrimo tenía la mano firme y resuelta la espada. Faltaba sólo la última función para que todo encajara en el engranaje de la rueda del imperio y desde palacio se diseñó la jugada definitiva del tablero, la última gran simulación: una ofendida carta de amor y dimisión en busca de las adhesiones más inquebrantables y las escenas más emocionales de éxtasis y alucinación, dejando claro que sólo es posible una disyuntiva: “o yo o el caos”. La calle fue un clamor. El príncipe apretó los dientes con toda la frialdad de su impostada puesta en escena, lloró las lágrimas inéditas de la desvergüenza y encontró lo que buscaba: unos pocos días de movilización organizada de bocadillo y autobús, un alucinado griterío aclamador de sus vasallos más cercanos y un “voy a seguir” que recorrió el mundo y puso fin a la angustia existencial de los que forman su gobierno, volviendo poco a poco a sus órbitas los ojos. Pudieron respirar a bocanadas después de tantas horas a punto de morir bajo las arenas movedizas.

En esos momentos todo era ya sólo aclamación. Ni siquiera hizo falta que la carta tuviera una buena redacción o dijese aunque fuera solo una verdad. El efecto del gran simulador había sido provocado y el poder ya era todo suyo, elegantemente puesto en limpio por el más fino de sus validos: “El puto amo”. Qué maravilloso descubrimiento democrático: "El puto amo". Ese mismo día Pedro I El Guapérrimo comenzó a desplegar su fuerza y anunciar su guerra total contra lo que llamó brillantemente la máquina del fango. La sentencia había sido dictada y la legión de colaboradores del imperio se dispuso a cumplir sus órdenes. El káiser lo había sancionado de forma muy tajante: que empiece la lucha contra el fango y lo haga desde su más exacto origen, “caiga quien caiga”, llegó a pronunciar. Sus principales portavoces así lo trasladaron. Fue tan estricto el veredicto y su orden llegó con tal severidad que los agentes se aplicaron con precisión a su alto cometido y esa misma mañana empezaron a desalojar brutalmente todas las dependencias de palacio. En sólo unas horas el castillo había caído por orden del propio emperador, que salió desnudo ante su última tribuna, masculló lacónicamente un esbozo de sonrisa y comprendió por fin la magnitud de su patraña. A esa hora ya era otro hombre.