Braulio Rodríguez

Braulio Rodríguez

EL COMENTARIO La tribuna

¿Rehacer el vínculo entre fe y política?

14 octubre, 2022 07:27

“Yo de política no quiero saber nada”; “Yo no soy político”; “No te metas en política”. Son frases que oímos con frecuencia, y ya sabemos que quieren decir: es el rechazo de una actividad que no le gusta a la gente; también que rechazan la actividad de los que están en la vida de los partidos políticos en las instituciones públicas. No se piensa la mayoría de las veces, cuando se hacen estas afirmaciones, en el bien que puede hacer la política verdadera (palabra que viene de “polis”, ciudad).

¿Aconsejaría yo a alguien que se dedique a la política? Vamos poco a poco. Ante todo, al contrario de lo que enseña el liberalismo secularista, de izquierdas o de derechas, fe y política no se deben separar ni confundir. Así, esa visión “bipolar”, que proclama que la fe es exclusivamente subjetiva y para la vida privada, mientras que la política se rige por contratos sociales sin vínculos religiosos, es la que nos ha llevado a la situación un tanto calamitosa en la que estamos. Y esto lo sufrimos tanto en la sociedad como dentro de la Iglesia. Un gran problema.

Hay que tener en cuenta también ese proceso privatizador de la fe y la consiguiente “divinización” del poder político que se inicia a finales de la Edad Media y que tiene gran impulso en el protestantismo y la Ilustración. El resultado de este proceso tiene cuantiosas cosas negativas y trágicas, de las que somos testigos directos: guerras, imperios materialistas, sufrimiento de los más pobres…, pero también aborto, eutanasia, olvido de la dignidad humana. Igualmente ha empobrecido nuestras propias conciencia, identidades y vínculos solidarios, para poder afrontar el hambre, la pobreza, el olvido de la suerte de países y continentes. Esta falsa cosmovisión dualista se nos sigue inculcando no sólo en el sistema educativo y los medios, sino también a veces en las catequesis, en homilías y otros ámbitos cristianos.

Por todo ello, cuando se aborda hoy, en la cultura secular en que vivimos, las relaciones entre “religión y política”, o entre “Iglesia y política”, es habitual hacerlo en términos de separación, y de separación casi absoluta. Según esta visión, “religión” y “política” son como el agua y el aceite. Nunca se mezclan. Incluso se piensa que uno de los más grandes logros de la modernidad fue el haber conseguido separarlas totalmente (o casi). La “religión” sería sólo una serie de mitos o “creencias inverificables”, o de “experiencias” puramente subjetivas. En el mejor de los casos, hoy sirve como residuo folklórico del pasado, o para mantener un cierto sentido moral o de sumisión al poder a los sectores más ignorantes de la sociedad.

En cuanto a la Iglesia, muchos (enemigos y “falsos amigos”, y no sin fundamentos en planteamientos y en pecados nuestros a lo largo de la historia), la consideran ante todo o exclusivamente como un espacio de poder. Por ello, considerada la Iglesia como un lugar de poder, los poderes del mundo tratan de reducirla a “pura religión” (en sentido moderno), o sencillamente a hacerla desaparecer. Y por eso no hay probablemente en nuestro mundo secular un crimen mayor que el de “la religión” o que “los hombres de Iglesia” se metan en política.

Es, pues, muy urgente transformar, desde la raíz, esta falsa cosmovisión dualista. Para empezar, todos (no sólo los católicos) tenemos que reconocer que la política, como cualquier actividad humana, sólo es benéfica si reconoce su limitación estructural y, por consiguiente, la necesidad de afirmar su fundamento trascendente o sobrenatural. ¿Cómo lograrlo? De dos maneras: o poniendo ese fundamento bien sea en la religión revelada plenamente en Cristo, y/ o (en su defecto) en la ley natural que está grabada en la conciencia de todo ser humano por el mismo Dios. La política, aunque es una cosmovisión totalizadora de la vida, no puede justificarse en sí misma, si no quiere caer en manos de los déspotas. Lo estamos viendo en nuestro mundo, por no reconocer que, en el mundo (en lo creado) que nos rodea, existe una gramática que nos explica tantas cosas y nos proporciona una luz que nos puede llevar a Dios. Muchas veces ha hablado el Papa Benedicto de esta gramática de lo creado, de la creación.

Pero tampoco nos conviene caer en el otro extremo, también rechazable: el que diluye la propia densidad secular de lo político, de la actividad en la “polis”, en el confesionalismo a ultranza. Esa no es tampoco una solución, y se nos ofrece también en nuestro tiempo como solución perfecta para todos los males que nos aquejan.

No quisiera ser demasiado simplista. En el mundo actual campa, aparentemente victorioso por todas partes, el neo-liberalismo, que una obra reciente definía como el intento de promover, mediante el poder coercitivo del estado, la imposición en todo el mundo, en todas las relaciones humanas, y en todas las esferas de la vida, desde la más privada a la más pública, la lógica del mercado. Pero esta lógica del mercado, si no hay otros factores que la corrigen (morales, es decir, en realidad, religiosos), no es la lógica de la libertad (menos aún la del amor), como pretender hacernos creer la propaganda y el marketing. Por eso unos regímenes que parecen contrapuestos –y lo son políticamente– se parecen tanto unos a otros. Pero la historia demuestra que, tan pronto como una cultura, y su política correspondiente, se vuelven hegemónicas, sin verdaderas alternativas, inician su camino a la muerte. La cultura secular parece tener hoy todos los medios. Pero, cada vez más, no tienen más que poder.

La separación moderna de la religión y la política, por supuesto, como esferas totalmente separadas y autónomas no resiste un análisis crítico. La política ha tendido siempre a convertirse en religión o a utilizar la religión en su provecho. De hecho, los regímenes totalitarios, de ayer y de hoy, incluyendo los que se disfrazan de democracia, su religión/poder es la única religión verdadera, y pretende abarcar y definir y controlar más y más esferas de la vida, y también del lenguaje, del pensamiento y del deseo, sin más justificación que su poder. Y pretende definir y controlar el bien y el mal y el sentido de la vida todo entero. El caso es que muchos políticos se burlan de la moral, pero saben que no pueden prescindir de ella. Por eso tienen siempre que “vender” sus decisiones como buenas, como fruto de su preocupación por el bien (o por el bienestar) del pueblo.

Ahora bien, la moral solo es verdadera moral cuando puede afirmar un fin a la vida humana, y cuando ese fin es algo –o, más exactamente, Alguien– que hace que valga la pena nacer y morir, y que valgan la pena las fatigas y los sacrificios que la vida y el amor llevan consigo. Dicho de otro modo, una verdadera moral no puede consistir en lista de valores y/o derechos, sino que necesita ser sostenida desde dentro por una tradición inevitablemente religiosa.

Pero si la política necesita una moral, y la moral nace de una tradición religiosa, la política tiene, necesariamente, que ver con la religión, aunque no lo crean los que se dedican a la política en los diferentes partidos políticos. Creerlo les resultaría un tanto complicado, por eso les viene mejor seguir lo que hace la mayoría. Esto nos obliga a ahondar algo más en lo que significa la “religión”, y también en lo que significa el cristianismo, o mejor, en lo que significa la Iglesia. La razón está en que la religión no es, como pensaba la modernidad, una esfera particular de la actividad humana, junto a otras – la ciencia, el arte, la técnica, la organización del trabajo o de la vida social–. La religión es el reconocimiento del Misterio que hay en el fondo sin fondo de toda la realidad, y de toda la vida y la actividad humana.

Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo

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