Permítanme hablar hoy de los hermanos. De ese territorio afectivo que llega sin pedir permiso y se instala en la vida como un hecho consumado, un compañero de travesía que aparece antes de que una aprenda a pronunciar su propio nombre. Los hermanos son ese espejo con memoria que guarda lo mejor y lo peor de nosotros, incluso aquello que desearíamos borrar para siempre, el flequillo imposible de la comunión, la torpeza de la primera mentira escolar, o ese llanto que creíamos secreto.

El vínculo fraternal es el más antiguo y, quizás, el más inevitable. Antes de que podamos elegir con quién compartir juguetes o silencios, los hermanos o unos padres agotados, ya han visto nuestras primeras victorias y rabietas. Han sido testigos de nuestros pijamas feos, de los sueños que aún no sabíamos explicar y de esa versión primaria de nosotros mismos que ningún adulto recuerda con tanta nitidez. Y aun así, o quizá por eso mismo, nos quieren. O lo intentan, a su manera.

Porque ser hermanos no es sencillo. Hay que sobrevivir a esa infancia que convierte cualquier tontería en una guerra: quién se sentaba delante, quién tenía el trozo de pizza más grande, quién era el supuesto favorito. Luego llega la adolescencia, ese territorio minado donde los hermanos se vuelven casi extranjeros compartiendo un mismo apellido. Y más tarde, la adultez, con trabajos, mudanzas, parejas y la distancia inevitable. Hasta que un día, cuando los padres ya no están, se revela sin filtros qué significa realmente ser hermanos.

Se puede discutir, alejarse, malentenderse durante años. Pero hay algo que permanece: la certeza de que cuando la vida cruje, ellos saben acudir. No necesitan decir "te quiero", de hecho, rara vez lo hacen, porque lo pronuncian de otras formas: en un mensaje torpe, en un apodo que parecía enterrado, en la memoria intacta de aquel día en que se te rompió el corazón.

También está lo oscuro, los celos que no se confiesan, las distancias que crecen sin motivo, los silencios que pesan más de lo previsto. A veces la fraternidad es un mueble que chirría, una habitación mal ventilada. Pero cuando el afecto es genuino, sobrevive.

Lo hace con humor, con paciencia o con esa mirada que no necesita traducción. Con un hermano no hace falta explicar tanto, basta recordar que entre rencillas y carcajadas se construyó una parte esencial de quién eres.

Los hermanos no se eligen, pero cuando se cuidan se convierten en refugio. En columna vertebral. En la historia compartida que sostiene el presente. No hace falta estar de acuerdo en casi nada, excepto en esa evidencia silenciosa, se quieren. Y punto.

Y sí, a veces desesperan. No contestan, llegan tarde, olvidan fechas que para ti importaban. Pero cuando la vida te aprieta, cuando la tristeza cae sin avisar, cuando el miedo te paraliza, ahí están. Con su torpeza adorable, con esa risa familiar que te reconoce antes que tú mismo, con un abrazo que huele a casa.

Si tienes uno, o una, o varios, cuídalos. Perdónales más. Llama más. Abraza incluso cuando te enfade. Ellos fueron testigos del inicio de tu historia. Y quizá, solo quizá, serán quienes te acompañen en su último capítulo.

Yo tengo dos. Y no sería la mujer que soy sin ellos. Gracias.