Villanueva de los Infantes es uno de los pueblos más asombrosos de España. Reúne en sus calles la tradición renacentista, barroca y neoclásica con sólo dar la vuelta a la manzana. Su trazo rectilíneo produce la fascinación de un lugar herreriano sin Herrera; sus dinteles y frontispicios, un abigarrado brebaje de heráldicas y blasones que compendian la historia de la hidalguía española…

Pero lo más mágico, subyugante y conmovedor es el espíritu de Quevedo que el viento esparce por sus esquinas. Para entender a Quevedo, hay que venir a Villanueva de los Infantes, pasear por sus calles, ir hasta la Torre de Juan Abad, donde escuchaba misa diariamente e introducirse en la celda donde pasó sus últimos días orando… Si Carlos V es Yuste, Quevedo es Infantes sobre una cama pequeña de colcha roja. Ahí, junto a un candelabro y una palmatoria, se extinguía como una pavesa uno de los grandes genios de la literatura de todos los tiempos.

El viernes Rubén Amón le dedicó en Onda Cero una buena parte de su Cultureta Gran Reserva. Había venido con motivo del programa Sabor Quijote que la Diputación de Ciudad Real divulga con éxito por nuestro país. Las antiguas caballerizas de la Orden de Santiago, propiedad privada de María que nos cedió generosísimamente sus instalaciones, fueron el marco sobrecogedor para rendir tributo a quien Borges definía directamente como la Literatura.

Aunque ese sombrío Quevedo del final se proyecte de manera indefectible hacia la posteridad e incluso sirva para entenderlo en sus días de plenitud, podemos decir sin equivocarnos que estamos ante uno de los grandes y más completos escritores que vieron los siglos.

Le dio a todo, al ensayo, la sátira, la burla, novela… Incluso inventó un género, el de los sueños, que prolongó hacia una obra que me parece fabulosa y que es La hora de todos y la Fortuna con seso. Quevedo fue escatológico desde el principio hasta el final. Gracias y desgracias del Ojo del Culo, dirigidas a Doña Juana Mucha, montón de carne, mujer gorda por arrobas. Escribiólas Juan Lamas, el del camisón cagado.

Fue misógino, revirado y servil. Pero dio cera cuando hubo de darla. Góngora recibió las mayores invectivas y con él consagran el gran duelo literario que llega al Veintisiete. Quevedo es iberismo puro, pintura negra de Goya, sarcasmo a mandíbula batiente. Las doce tribus de narices eran. Nadie fue tan hijo de puta con tanto talento.

Leerlo, recordarlo, traerlo, nombrarlo, disfrutarlo debiera ser cuestión normal y habitual en España. Pero nuestra patria, si un tiempo fuerte ya desmoronada, caduca su valentía con aspavientos que ni el propio Quevedo creería. Me quedo con Cabra, su descripción, su maestría del lenguaje, su brillantez ante el mundo. No está hecho el talento para guardarlo ni esconderlo, como la vela no está para tenerla bajo la mesa.

Quevedo es luz… Sombría, pero luz. Alcanza a Larra, Valle y Umbral. Y nos interpela directamente a nosotros cada vez que nuestro cinismo cimenta el ocaso. Una maravilla, un motivo para vivir, un genio desbordante que abrasa y alcanza hasta las médulas que han gloriosamente ardido.