El pasado 20 de agosto falleció José Moya. Seguramente su nombre no les suene. No salió nunca en los medios y su proyección pública se limitó a su querido Esquivias natal, donde residió, tranquilo, sus 89 años de vida. ¿Por qué entonces esta columna? Porque, sinceramente, creo que José se la merece, como tantos y tantos hombres y mujeres de su generación, que vivieron lo que les dejaron y se dejaron la vida construyendo un futuro mejor para los que vinimos detrás.

José fue ante todo una buena persona, un hombre cabal. Trabajó casi toda su vida en el campo y pude ser testigo de que no había nadie en la zona que lo hiciera mejor. No había olivas mejor aradas y podadas que las suyas, ni nadie que conociera las lindes mejor que él. Trabajó con tesón para que su hijo fuera lo que quiso ser y que hoy sus nietos jueguen al fútbol, hagan robótica y tengan vacaciones un par de veces al año.

José, como tantos y tantos hombres y mujeres de su generación, no jugó al fútbol en el colegio -la escuela acababa demasiado pronto para los niños de la guerra-, conoció el mar con los 40 más que cumplidos y trabajó en lo que le tocaba, nunca le dejaron soñar con eso de 'qué quieres ser de mayor'.

José cumplió. Como he dicho, fue un hombre cabal: 'excelente en su clase', según la definición de la RAE. La pregunta que me hago ahora es la de si hemos cumplido los que vinimos detrás. Lamentablemente, creo que no.

Nosotros, los que hemos disfrutado del futuro que construyeron hombres y mujeres anónimos como José, no estamos sabiendo estar a su altura. Les estamos fallando. ¿Seremos capaces algún día de asumir su legado de resiliencia -porque lo suyo sí que ha sido resiliencia-, de esfuerzo, de reconciliación, de generosidad y de humildad? Se verá.