Anoche me dormí con la pantalla del móvil todavía encendida. No estaba hablando con nadie. No estaba viendo nada. Solo me quedé ahí, como si esperara algo. Una palabra. Una señal. O, más exactamente, una lucecita verde que dijera "en línea". La versión moderna del "está en casa con la luz del salón encendida".
Vivimos una época curiosa: la gente ya no se va, solo se desconecta. Y a veces, ni siquiera. Se queda en línea, como un espectro digital que respira por Wi-Fi. "Te vi en línea y no me escribiste", me dijo un amigo hace poco. No era una queja, era una constatación. Como si estar en línea implicara una obligación afectiva. Es como pasar por tu lado y no saludar, antes valía ser despistada o hacérselo.
Y es que, estar en línea se ha vuelto una forma de presencia —una presencia sin palabras, sin contacto, sin intención—. Algo parecido a mirar por la ventana del otro sin golpear el cristal. Una vigilia mutua, pasiva, ambigua. Pero incómoda. Y te conviertes en una grosera si eliminas el check para que nadie sepa si estás en línea.
Nos asomamos a las burbujas de los demás: el doble check, el visto, la hora de conexión. Y cómo no, la información de entrega y lectura. Como sabuesos en busca del fallo cometido. Pequeños detalles que antes no importaban y ahora generan análisis, dudas, discusiones y hasta rupturas. ¿Por qué me contestó a las 22:14 y volvió a conectarse a las 22:16 sin decir nada más? ¿Con quién hablaba? ¿Por qué sigue en línea si ya dijo buenas noches?
En otro tiempo, el silencio era solo eso: silencio. Hoy tiene mil formas y casi todas se interpretan como afrentas. No tengo claro que esto nos haya mejorado la vida.
Hay una paradoja en todo esto. Nunca ha sido más fácil hablar… y nunca hemos tenido tanta gente cerca sin poder decirles nada. La sobreexposición no nos ha hecho más claros ni más honestos. Solo más medidos, más estratégicos. Nos conectamos no para comunicarnos, sino para estar. Porque estar es una forma moderna de decir “sigo aquí, aunque no sepa qué decirte”.
Y a veces, eso es suficiente. Otras veces, es insoportable. Y a veces es injusto.
Echo de menos las ausencias reales. Las que implicaban no saber. El "no me llamó porque no estaba en casa". El "no respondió porque se le cayó el fijo". No tener que explicarlo todo. No tener que justificar cada microdesconexión como si fuera una ofensa.
Quizá deberíamos recuperar esa posibilidad de desaparecer sin culpa. De no estar disponibles como norma. Porque estar en línea no siempre significa estar presentes, y mucho menos dispuestos. A veces es solo un reflejo, como el parpadeo automático de una luz que no alumbra a nadie.
"Estamos solos juntos", escribió la psicóloga Sherry Turkle. Y quizá tenga razón: la tecnología nos seduce con la ilusión de compañía… sin las exigencias de una verdadera relación.