Imaginemos, por un instante, que mentir en el Congreso de los Diputados tuviera consecuencias reales. No me refiero a una reprimenda tibia en la prensa o un trending topic efímero, sino a una dimisión inmediata y obligada. El resultado sería simple; los escaños quedarían vacíos, el silencio reinaría en el hemiciclo, y el único sonido sería el eco de las promesas rotas.

Noelia Núñez era uno de los mirlos blancos del hemiciclo con una gran carrera política por delante. ¿Por qué mentir de forma ridícula en un currículum cuando ya estás en el top 5 de tu partido? ¿Por qué mentir si, con seguridad, hubiera sido ministra en la próxima legislatura? Su dimisión no debería haber sido por engañar, sino por egocéntrica.

Lo que realmente indigna es que la vara de medir del PSOE tiene un doble rasero. Para ellos es un escándalo mayúsculo que Noelia Núñez haya exagerado su nivel de estudios pero no que la mujer del presidente dirija un máster teniendo como única formación un cursillo sin relevancia alguna.

O las del presidente que le han convertido en una especie de trilero profesional y quien ha hecho de los cambios de opinión todo un arte.

Pero si de mentiras se tratase, ¿qué podríamos decir de Santos Cerdán, Ábalos y Koldo? Negando absolutamente todo cuando las pruebas parecen irrefutables. Todo ello no indigna, pero sí que Noelia Núñez mienta en su currículum.

En política, la mentira no es una excepción, es una rutina institucionalizada. Algunos adornan su currículum como si estuvieran redactando la sinopsis de una serie de Netflix: másteres inexistentes, idiomas que solo dominan cuando piden café en Bruselas, cargos inflados hasta la caricatura. Mentir sobre la formación parece un deporte de élite. Total, ¿quién va a comprobarlo si la indignación dura lo que un titular?

Pero hay una modalidad todavía más escandalosa: la mentira patrimonial. Políticos que ganan sueldos superiores a los 80.000 euros anuales declaran tener en el banco cantidades ridículas, como si vivieran al día, comiendo arroz blanco y reutilizando papel higiénico. Algunos presentan cuentas corrientes con apenas cuatro cifras, como si su paso por la política fuese un acto de voluntariado.

¿A dónde va ese dinero? Misterio sin resolver. Lo cierto es que su nivel de vida no se corresponde con lo que declaran: chalets, coches, colegios privados, pese a rendir pleitesía a Marx. Pero en su declaración de bienes, parecen pobres de solemnidad. Es una mentira institucionalmente tolerada, donde Hacienda mira para otro lado, los medios lo comentan de pasada y el ciudadano ya ni se sorprende.

Lo más grotesco es que hemos normalizado esta doble moral. Se finge transparencia rellenando formularios públicos, pero se convierte en norma falsearlos. Y cuando alguno es pillado, la respuesta es una mezcla de victimismo y cinismo; "Fue un error administrativo", "No lo recordaba", "Estaba a nombre de un familiar". Nadie dimite, nadie asume su castigo salvo Noelia Núñez. Y no tengan ustedes ninguna duda, quien más ha perdido ha sido el mundo de la política por dejar escapar a una de las mejores parlamentarias del Congreso.

En un país donde mentir no penaliza, donde el castigo por falsear el patrimonio es apenas una nota de prensa, la política se ha convertido en un teatro de apariencias. Quizás, si mentir tuviera consecuencias reales, tendríamos menos políticos... pero mejores personas.

Y si no quedan diputados en el hemiciclo, siempre nos quedará la certeza de que, al menos por un día, dijimos basta al circo de la mentira.