Siempre se dijo que el saber no ocupa lugar, pero hoy en día, si no es en formato digital, parece que ya ni cuenta. Tenemos todo al alcance de un clic, pero cada vez retenemos menos. Nos cuesta recordar fechas, nombres, ríos, cadenas montañosas y valles y ni hablemos de los números de teléfono o simplemente el DNI, que antes sabíamos de memoria y ahora nos parecerían una especie de jeroglífico si no los tuviéramos guardados en el móvil.

Y no es que seamos menos listos, o eso quiero creer. Es que hemos dejado de ejercitar esa parte esencial del alma que es la memoria. La vida se ha llenado de asistentes virtuales, agendas automáticas y nubes que nos almacenan los recuerdos. Ya no hace falta que recordemos que el jueves es el aniversario de boda, o que la tía María cumple años. Facebook se encarga de notificarlo. Google nos sopla las capitales. Y si no encontramos algo, siempre nos queda "preguntar a Siri" o el ChatGPT.

Claro, con tanta facilidad, la memoria se vuelve perezosa. Y el conocimiento junto con el recuerdo de lo vivido, ese que antes se cultivaba con esfuerzo, libros y conversación, ahora se convierte en algo que consultamos en lugar de interiorizar. Lo triste no es solo olvidar el nombre de aquel pueblo de Soria donde comimos el mejor churrasco de la vida; lo grave es que ni siquiera nos demos cuenta de que ya no lo sabemos. Ha desaparecido incluso el recuerdo porque vivimos de todo, en muchos casos sin darle valor.

Nuestros abuelos sabían cuándo sembrar según la luna, curaban con infusiones y recordaban sin esfuerzo los dichos, las costumbres y los nombres de toda la familia, incluida la tía lejana que vivía "en Francia, con un vasco". Hoy, nosotros sabemos sincronizar el reloj con el móvil, pero no recordamos si era Lorca o Machado el que hablaba de las cinco de la tarde.

Y mientras eso ocurre, las bibliotecas se llenan de polvo y los libros esperan lectores como quien espera una carta que ya nadie escribe.

Pero de pronto, llega una primavera madrileña, y algo resiste. Algo florece. Es la Feria del Libro de Madrid, ese milagro anual donde el saber aún se celebra, se palpa, se firma. Donde los autores siguen escribiendo con alma, los lectores se emocionan con olor a papel, y El Retiro se convierte en la catedral verde de las palabras.

Pasear por sus casetas es como reconciliarse con uno mismo. Allí, entre árboles centenarios, uno recupera el deseo de aprender, de recordar, de emocionarse. No hay algoritmo que iguale esa sensación de toparse con un libro que no sabías que necesitabas. Ni pantalla que sustituya el temblor de una dedicatoria escrita a mano. No digamos cuando eres tú quien dedica tus novelas, el regalo de vida es inmenso.

Por eso, si tienes dudas entre gastar en otro dispositivo que "te lo da todo hecho" o en un buen libro, elige lo segundo. Porque, aunque el saber no ocupe lugar, sí ocupa sentido, perspectiva, libertad.

Como decía Sancho Panza, con la sabiduría sencilla de quien no tuvo Google, pero sí mundo: "El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho". Y aunque ahora no sepamos ni qué día es sin mirar el móvil, aún estamos a tiempo. A tiempo de volver al conocimiento que no caduca, a los recuerdos que no dependen de notificaciones, y al saber que se queda, no en la nube, sino en el alma.