El periódico británico The Telegraph acaba de publicar un reportaje en el que dice que España es "un ejemplo de lo que puede salir mal cuando un gobierno estridentemente izquierdista utiliza el puño del Estado para imponer su voluntad a un país".

Siempre he pensado que resulta un poco paleto andar rastreando los periódicos internacionales para tratar de encontrar alguna crítica al político español de turno, como si no fuéramos capaces por nosotros mismos de ejercer una crítica acertada. Como si el hecho de que se publique en otro idioma le diera al adjetivo mayor enjundia.

Pero hay que reconocer que lo de "estridentemente izquierdista" le viene al pelo a este Gobierno que comenzó abrazando el comunismo clásico de Iglesias y ha acabado encamado con la versión pija que representan Errejón (¿quién?) y Yolanda Díaz.

A veces se nos olvida que el principal problema del Ejecutivo de Sánchez no es la catarata de corruptelas que lo acechan, de Koldo a Begoña, pasando por el Tito Berni, el hermanísimo y la fontanera. Ni siquiera los atracos constitucionales que le va regularizando Pumpido son lo más gravoso del Gobierno.

Lo peor es el sectarismo, la profunda vileza ideológica que desprende, su obsesión por enterrar la convivencia detrás de un muro construido contra la mitad de los españoles.

Y es lo peor porque ese mal está envenenando las relaciones sociales. Las comidas familiares se han convertido en una obra de teatro en la que unos y otros van orillando los temas espinosos hasta que, sin remedio, algún cuñado mete la pata y estalla un clímax de siglas que acaba como el rosario de la aurora.

Sánchez está aplicando en España el mismo esquema que ha envilecido a la sociedad catalana. Puigdemont se envolvía en la estelada y el líder socialista en su supervivencia, pero el precio es el mismo: la convivencia cívica hecha añicos.

Y eso no sería posible si no tuviera el presidente una mirada profundamente ideológica de la realidad, si no pecara de ese izquierdismo de estricta observancia que le impide acercarse a la verdad desnudo de prejuicios.

Esto lo sabe perfectamente Emiliano García-Page, de quien todo lo malo que se puede decir -y no es poco- tiene que ver con su gestión o con sus inercias un tanto caciquiles. Pero no se le puede reprochar ese sectarismo militante de su jefe, esa inquina casi moral que siente hacia la mitad de los ciudadanos.