¡Poderoso caballero es Don Dinero! Así lo proclamó el gran don Francisco de Quevedo, y cómo no darle la razón. Si Eva y Adán se hubieran quedado quietecitos, sin mordisquear la manzana, aquí estaríamos todos tan tranquilos, desnudos, sin el engorro de lavar tanta ropa ni el peso de gastar en marcas para cubrir lo que Dios ya nos dio. Pero no, elegimos el camino complicado, y aquí estamos, milenios después, atados a esa invención humana llamada dinero, un maestro severo que no admite descanso, especialmente en enero.
El asunto comenzó de manera sencilla. En los albores de nuestra civilización, alguien decidió que el trueque era la mejor manera de vivir en comunidad. "Dame tu cabra y te doy este saco de cebada." Directo, limpio, sin intermediarios ni intereses. Pero, claro, no podíamos contentarnos con algo tan primitivo. A algún genio de la prehistoria se le ocurrió que las conchas eran más prácticas que las cabras. No mordían, no olían y cabían en una alforja. Así nació la gloriosa evolución del dinero: de conchas y sal a monedas de oro, luego billetes y, finalmente, a números digitales que flotan en nuestras pantallas. ¿Quién iba a imaginar que pasaríamos de cargar sacos de cebada a cargar la aplicación del banco?
Y aquí estamos, miles de años después, enfrentándonos al mismo dilema: ¿cómo llegar a fin de mes, especialmente en enero, ese mes que parece un villano salido de viejo Western? Porque, no importa cuánto avance la civilización, la cuesta de enero sigue siendo el Everest de la economía doméstica. Cada año, con la precisión de un reloj suizo, aparece para recordarnos que la felicidad navideña tiene un precio. Y ese precio son días de arroz blanco, café instantáneo y calcetines remendados.
Volvamos un momento al principio de este embrollo. ¿Sabías que los egipcios usaban cebada como moneda? Práctico, sí, pero ¿qué haces cuando necesitas comprar una cesta de mimbre y tienes 200 kilos de grano almacenado? Entonces llegó el oro, más compacto y, seamos sinceros, más glamuroso. Con esas monedas de metal brillante, nuestros ancestros podían presumir de su civilización y comprar sus viandas con estilo. Más tarde apareció el billete, esa hoja de papel que prometía un valor respaldado por el oro custodiado en algún banco.
Pero el dinero, en cualquiera de sus formas, sigue siendo un gran farsante. Nos promete libertad, seguridad y bienestar, pero enero viene a cobrarnos con intereses las fantasías decembrinas. Después de todo, ¿quién puede resistirse a las luces, los villancicos y la promesa de una Navidad perfecta? El problema es que enero no entiende de fiestas. Llega puntual y despiadado, armado con el extracto bancario, para recordarnos que cada regalo, cada cena y cada brindis tiene un costo.
No faltan los consejos para sortear la temida cuesta: "Planifica tus gastos". "Aprovecha las ofertas". "Evita las compras innecesarias". Pero, ¿quién tiene la disciplina de un guerrero cuando los anuncios navideños empiezan en octubre? Así que, como buenos gladiadores modernos, entramos al Circo de enero sabiendo que las probabilidades no están a nuestro favor. Los leones, en este caso, son las facturas y las deudas que acechan desde las sombras.
En el fondo, nuestra relación con el dinero es una tragicomedia. Nos enamoramos de él, lo perseguimos, nos peleamos con él y, al final, nunca es suficiente. Enero es el recordatorio cruel de esta dependencia. Tal vez, después de todo, sea hora de rebelarnos. Volver al trueque no suena tan descabellado. ¿Qué tal si dejamos de lado las tarjetas y volvemos a los intercambios? Yo pongo mi tostadora, impecable y lista para dorar tus mañanas, a cambio de un saco de cebada o, si te sientes generoso, una vaca. Imagina un mundo donde las transacciones sean humanas, creativas y sin intereses acumulativos.
"¿Cuántas patatas valen un bolso? ¿Te sirve un kilo de lentejas por unos zapatos?". Sería divertido, un caos delicioso donde enero no tendría el poder de asfixiarnos. Por supuesto, habría discusiones y regateos, pero, al menos, serían cara a cara, con risas y miradas cómplices.
Enero, querido archienemigo, este año no caeremos sin luchar. Quizá no podamos deshacernos de ti, pero podemos enfrentarte con ingenio y humor. Porque si algo nos queda claro es que el dinero, con toda su evolución, sigue siendo el mismo cuento: una ficción colectiva que solo funciona porque todos jugamos el mismo juego.
Así que, mientras afilo mi tostadora para el próximo intercambio, te pregunto: ¿qué estás dispuesto a ofrecer en esta rebelión contra la cuesta de enero? Tal vez, al final, el verdadero tesoro no sea el dinero, sino el ingenio y la capacidad de reírnos de nuestros propios apuros.