El poeta pinta con sus versos paisajes y bodegones. Quiere ocultar su oscura herida del alma. Pero no puede, pero no puede, como la paloma blanca de Rafael Alberti entre hombres deshabitados. Así es que escribe a dentelladas. Sabe que frente a la tarde azul del agua se pierde su equipaje de palabras escondidas. Le quema la desmemoria en llamas, en los días amarillos de la soledad y la tristeza. Desea olvidar a la amada inmóvil y se le olvida que no puede olvidarla. Ella, la que le amaba, se murió en primavera masticando el calor del mar Caribe y la historia trágica de los azogues, tras arrojar al fuego las vísceras de la pasión.

El poeta acaricia entonces el sosiego de los encarnados recuerdos y le viene a la memoria el muchacho de la piel desteñida que pesaba anacardos. Escribe luego sobre los ojos de reptil enamorado de la mujer que ama, invocando el placer que corre vientre abajo. Piensa que entre los surcos de su espalda crecerán los troncos del guayacán. Ella tenía el alma dada a la melancolía y, por eso mismo, era delicada y profunda. “Volverás, sé que volverás a la ciudad apagada”. Se muere de sed el poeta frente al incendio del mar, de las olas que arden. Es el ser y la nada, el ser para la muerte que soporta el peso de la oscuridad sobre el corazón.

Se adensa el poeta ante la misericordia del paisaje de luz amanecida y se le abre de nuevo la herida de sus versos sin cicatrizar, mientras empapa el vino tembloroso de la sangre, entre el rumor de las letras desordenadas y atónitas. Quiere abrir el relámpago de las puertas del alma y escribir sobre la piel de todos los océanos, sobre los fríos abismos encendidos. “La misma muerte que vivo es la vida con que muero”, escribe entristecido y turbio como la santa que levitaba entre pucheros y pomadas, lejos el vuelo torpe de los tucanes. Hay una eucaristía sobre el lienzo blanco de la noche, sobre la cal de las tapias sin piedad.

Y ella, sí, la que le amaba, sí, se murió con los ojos abiertos porque “fuimos y ya no somos” en la grisura entera de este país apolillado. Es el espacio y el tiempo de Juan Ramón. Aún más, el ser y el tiempo de Martin Heidegger. Jesús Losada ganó con este libro -El peso de la oscuridad- el premio internacional de poesía José Zorrilla, creado por el mecenazgo y la inteligencia de Enrique Cornejo, al que tanto debe la cultura en España.

El poeta ha conocido el éxito en libros anteriores y está reconocido hoy como una de las voces potentes de la lírica española. Es un intelectual que se refugia en la autenticidad y en la sinceridad, un hombre libre e independiente que transita sin temor ni temblor por los inciertos caminos de nuestra república de las letras. Jesús Losada no sabe hacia dónde va, como subraya Jorge del Arco en un prólogo erizante.

O tal vez sí. Tal vez sí lo sabe. Tal vez ha aprendido ya que al final la vida es una vieja maleta sin nada. El peso, en fin, de la oscuridad.

Zig Zag

Unificó el electromagnetismo con la fuerza nuclear débil, dos de las cuatro fuerzas fundamentales que operan en el Universo. Fue premio Nobel de Física en 1979. Se trata de Sheldon Glashow al que Miguel G. Corral ha hecho una espléndida entrevista en el diario El Mundo. El gran científico muestra su escepticismo sobre el LHC, el acelerador de partículas del CERN. “Es verdad que nos ha dado el bosón de Higgs, pero nada más, aparte de infinidad de resultados negativos”. Como una parte considerable de los físicos, Sheldon Glashow afirma: “No veo razón alguna para creer en Dios”. No me parece que este científico sea estrictamente ateo. Es agnóstico. No ve razón alguna para creer en la existencia de Dios. Tampoco hay razones científicas para negar su existencia. De ahí el agnosticismo que no es lo mismo que el ateísmo. En todo caso, estamos ante una cuestión que suele airearse con delectación pero que solo de forma tangencial afecta a la comunidad científica.