Los centenarios de Octavio Paz y Julio Cortázar han lanzado al vuelo las campanas literarias. Me sumo al repiqueteo incesante, con especial recuerdo personal para el autor de El laberinto de la soledad, el hombre más inteligente que he conocido, tras Arnold J. Toynbee, en mi dilatada vida profesional.

Se cumplen cuarenta años del fallecimiento en Madrid de Miguel Ángel Asturias. Y sería injusto oscurecer la figura de aquel hombre discreto, sencillo y humilde que fue enaltecido por la Academia sueca con el Premio Nobel de Literatura. Le recordaré siempre sentado en el sofá de mi pequeño despacho del dominical de ABC. Peleaba en sus ojos la contradicción de vivir bajo la dictadura de Franco, cuando junto a Roa Bastos, junto a Vargas Llosa, junto a Uslar Pietri, junto a Octavio Paz, era el escritor que había fustigado a los dictadores iberoamericanos. Su novela Señor presidente es un símbolo de libertad.

El Miguel Ángel Asturias que yo conocí era un hombre reservado, no distante, de apariencia tímida y ademanes deprimidos. Hablaba de forma escueta con palabras siempre precavidas. Tenía los ojos artesonados, con profundidad de lago en calma o tal vez de desierto lejano, que se extinguía en las ojeras suntuosas. La amargura le había dejado huellas profundas en el rostro, donde se mezclaban la infinita tristeza y la ironía antigua de su definitiva sangre india. Tenía una forma de andar catedralicia y era sosegado y prudente.

No pasará Miguel Ángel Asturias a la historia de la Literatura por su poesía, más bien mediocre aunque no desdeñable. Pero fue un formidable escritor. Dominó el idioma español hasta los sótanos y en Hombres de maíz dejó huellas de un talento sin medida, de una ávida capacidad de fabulación.

Se habla mucho de la dedicación de Asturias a la cultura maya de su Guatemala natal, que Toynbee instaló entre las grandes civilizaciones de la historia universal. Una tarde le elogié El libro del consejo sobre los dioses y los héroes mayas. Me dijo entonces algo que no he olvidado: “El Popol Vuh y la Biblia cristiana tienen un origen común. Estoy trabajando en ello. Dedico días enteros a investigar y reflexionar. Es asombroso”.

El Popol Vuh, El libro del consejo, es el texto sagrado de los mayas. Fue transcrito en lengua quiché pero con caracteres latinos en los albores del siglo XVI y traducido al castellano en el XVIII por Francisco Ximénez, un cura admirable que ejerció su tarea pastoral en Chichicastenango, todavía recuerdo el asombro que me produjo la ciudad cuando la visité. Asturias insistía en que los tres dioses mayas -Caculhá-Huracán, Chipi Caculhá y Raxa Caculhá- constituían un solo dios como la Trinidad cristiana. “Estos tres son el Corazón del Cielo”, se lee en el Popol Vuh. En el principio del tiempo, “únicamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad de la noche. Existía solo el cielo y el Corazón del Cielo, que éste es el nombre de Dios, y así es como se llama. Llegó entonces la Palabra...”, se lee en el Popol Vuh. Y en la Biblia: “En el principio existía la Palabra. Y la Palabra es Dios”. Después, el Verbo, la Palabra, se hizo carne y habitó entre nosotros.

Lástima que Miguel Ángel Asturias se muriera sin publicar y quizá sin concluir sus estudios y reflexiones sobre ese origen común, hasta ahora indescifrable, de la tradición judeocristiana y la maya.

A diferencia de Octavio Paz, Asturias admiraba a mi inolvidado Pablo Neruda y arañaba en su poesía adjetivación y metáforas. Sabía que en la literatura en lengua castellana solo San Juan de la Cruz superaba al autor de Memorial de Isla Negra, al que consideraba por encima de Lope y de Góngora, incluso de Quevedo. Y tal vez no le faltaba razón. Un equipo pilotado por Gastón Segura prepara la conmemoración del aniversario de Miguel Ángel Asturias. Con esta Primera Palabra me sumo, porque es de justicia hacerlo, al homenaje que se tributará a aquel hombre bueno y sabio que supo armonizar la cultura hispana y maya en el crisol histórico de la concordia.