Días atrás, zapeaba yo sin ton ni son y me tropecé con Orfeo negro. Vi la película hace más de cuarenta años y me pareció una obra maestra porque conjuga armónicamente la pintura, la música y la literatura. Voy a rememorar lo que pensé y escribí entonces, zafándome de la actualidad cultural y de los problemas que la zarandean.

Orfeo es un joven tranviario negro, alegre y reidor en las vísperas del carnaval de Río. Su novia, Myra, le busca para casarse. Es una mulata muy bella, con fuego en el cuerpo, luces en el escote y los duendes del baile cosquilleándole las plantas de los pies. Toda la negritud brasileña vive la zozobra del carnaval. Triunfan los colores luminosos, los rotundos azules, los verdemar de la esperanza, los amarillos llenos de luz, rubios y acanelados, los rosas y granates, los tonos risueños y joviales, la explosión leonada y trigueña, las jocundas tintas de la alegranza desbordada.

Cuando Orfeo negro conoce a la joven Eurídice (la actriz Marpesa Dawn, con formas de ánfora griega), el frenesí rítmico se detiene, cálmanse los colores y se sosiega el ambiente. Es el tiempo del amor. Canta Orfeo dulcemente mientras se rasgan las cuerdas de su guitarra “con voz de profunda madera desesperada”. Ella tiene luz en la frente y la piel de leche negra. “Se desprende de ti la claridad como si fueras encendida por dentro”. La amada podría decir los versos del poeta: “Mi corazón es una fruta y tengo sabor de olas y racimos en la boca”. Orfeo se embraza con Eurídice. “Un calor de palmeras en mis sienes cuando me miras y mi boca tiene el clima del desierto”. Duermen juntos los enamorados en la estrellada noche. Al alba, Orfeo cubre el pecho desnudo de ella: “Debajo de tu piel vive la luna”. La ternura lo invade todo. Orfeo y Eurídice han cumplido su destino: “Nuestra risa madrugará sobre los ríos y los pájaros”. Orfeo blanco, por cierto, era hijo de Eagros, rey de Tracia, y de la musa Calíope. Acompañó a los argonautas hasta la Cólquida, en busca del vellocino de oro. Mientras Jasón y Medea superaban las pruebas del Rey Aetes, Orfeo derrotó con su cítara a las sirenas evitando que la tripulación fuera hechizada. Después regreso a Tracia, donde el destino pondría en su camino a una ninfa marcada por la belleza y la tragedia.

Y llega la noche del carnaval. Ceden los colores luminosos. Se adensan los tonos. Predominan ahora los escarlatas y bermellones. Se empurpuran las luces, se atabacan y se hacen pardas y barrosas, se agrian los cárdenos arreboles, los granas, los contrastes ajedrezados, encobrados y bermejos. A la alegría mañanera sucede la orgía y la pasión. La música se enardece y el ritmo llega al frenesí. Baila la samba Eurídice. “Es un chorro de sangre joven bajo un pedazo de piel fresca”. Se intensan las sombras y los colores cárdenos de la tragedia. Huye Eurídice y en su loca carrera recibe la descarga de un cable de alta tensión.

Orfeo negro busca a su amada. Visita gigantescos edificios desolados. La burocracia moderna es un cementerio de papeles. “He perdido a Eurídice -dice Orfeo- y siento como si una brasa me quemara el corazón”. Por fin encuentra a su amada en el depósito de cadáveres. “De tus manos gotean las uñas en un manojo de diez uvas moradas”. Toma el bello cuerpo de la joven y se la lleva por las calles solitarias.

Orfeo negro continúa su camino con la triste carga de Eurídice. Amanece, y los colores de la pasión y la tragedia se agrisan y se hacen melancólicos. Es la hora de los tonos pecientos, plomizos, apizarrados. Empalidecen las tintas y la música pierde su frenesí rítmico y se hace cadenciosa y triste. “Mi corazón -dice Orfeo negro- es como un pájaro y se sacia con una gota de rocío. Gracias, Eurídice, gracias por este nuevo día”. Se desgranan bellísimas las palabras sobre la melancolía de las imágenes. Al llegar a su cabaña, Orfeo se ve asaltado y apedreado por su antigua novia, Myra, y sus amigas. Abrazado a Eurídice, cae por el barranco junto al mar. Los amantes negros recuperan así sus ásperas selvas milenarias.